En la foto que le tomaron por error minutos antes de matarlo José Luis Tassende parece tranquilo. La expresión de su rostro no se corresponde con la de un hombre que está a punto de morir.
Sentado sobre el piso del Hospital Militar de Santiago de Cuba, con el pantalón empapado de sangre, lo captó el lente del fotógrafo del negociado de prensa y radio del cuartel Moncada. Pensó que había retratado a un militar herido de la fortaleza recién atacada, sin percatarse de que acababa de inmortalizar la imagen de uno de los asaltantes.
El nombre de aquel muchacho delgado y trigueño figuró poco más tarde en la lista de los caídos en combate el 26 de julio de 1953; pero la instantánea que le tomaron por equivocación desmentía lo anterior. A Tassende no lo mataron durante el asalto. Le rompieron la pierna de un balazo pero no estaba muerto. Fue hecho prisionero y asesinado vilmente después por los guardias batistianos.
“Estar en la Revolución es vivir en ella y vivir en ella es hacerla”, escribió en la libreta de tapas carmelitas que siempre lo acompañaba en su trabajo en el frigorífico de la industria Nela, en Ayestarán y Requena, donde laboraba como jefe del cuarto de máquinas.
Tenía 28 años en el momento de su muerte. Dejó en La Habana una esposa a la que adoraba y una niña pequeña, Temita, a quien hacía fotografiar cada 15 días para documentar su crecimiento.
La mayoría de los asaltantes eran jóvenes como Pepe Luis. A decir de los historiadores José Leyva Mestre y Mario Mencía, de los 158 implicados en las acciones, 121 no llegaban a los 30 y solamente tres sobrepasaban los 40.
“(…) A los soldados les dijeron que Prío nos había dado un millón de pesos; querían desvirtuar el hecho más grave para ellos: que nuestro movimiento no tenía relación alguna con el pasado, que era una nueva generación cubana con sus propias ideas, la que se erguía contra la tiranía”, apuntó Fidel Castro en su histórico alegato La historia me absolverá.
Fernando Chenard, cuyo primer oficio fue el de bodeguero, sentía una pasión desbordante por la fotografía. Mucho tuvo que trabajar y ahorrar para crear su laboratorio fotográfico; pero no dudó en vender todos sus aparatos cuando hicieron falta los fondos para las acciones del 26.
Este fotorreportero autodidacta se empeñó en dejar testimonio gráfico de los desmanes de la dictadura, como aquella vez que le destruyeron el estudio al artista José Manuel Fidalgo Rodríguez por esculpir estatuillas del Héroe Nacional con palabras al pie que decían: «Para Cuba que sufre». Las piezas se vendían a cinco pesos y el dinero acopiado se destinaba a la causa revolucionaria. Chenard fotografió todo el destrozo y publicó las imágenes en la revista Bohemia.
Su cámara lo acompañó a todos partes, menos a aquella fortaleza santiaguera donde perdió la vida tras ser apresado y torturado sin compasión. Sacrificó cuanto tenía de bueno, hasta su vida misma, por ser fiel a sus ideas.
A Abel Santamaría Cuadrado le destrozaron el muslo de un bayonetazo y le sacaron uno de sus ojos verdes y aun así no consiguieron arrebatarle la dignidad. Atormentado por el dolor, este ser extraordinario que todavía no cumplía sus 26 años, sacó fuerzas para salvar la vida de un hombre inocente al alegar que este nada tenía que ver con el asalto.
Fidel lo calificó como “el más generoso, querido e intrépido de nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante la historia de Cuba”.
Nacido en el batey del central Constancia, en Las Villas, se abrió paso en la vida a golpe de perseverancia.
El afán de mejorar económicamente y de cultivar su espíritu, lo llevó hasta la capital, donde cursó estudios de comercio, venció dos años del bachillerato y alcanzó un trabajo en la agencia representante en Cuba de los automóviles Pontiac. Allí llevaba la contabilidad y la caja.
Su sueldo le permitía costear el alquiler de un apartamento en el Vedado, que compartía con su hermana Haydée. El hogar de ambos devino centro de reunión de los futuros asaltantes.
“Una revolución no se hace en un día, pero se comienza en un segundo”, pensaba Abel. Llegó a ser el brazo derecho de Fidel y el segundo jefe en todo el proceso conspirativo. Su muerte constituyó un duro golpe para el movimiento revolucionario.
Los protagonistas del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes no fueron expertos militares, sino muchachos pobremente armados que se enfrentaron a un poder superior en hombres y efectivos, pero disfuncional y carcomido por dentro.
Aunque la acción armada fracasó, marcó un precedente imprescindible de lucha y despertó la conciencia de un pueblo sediento de justicia y libertad.
Los jóvenes del centenario del Apóstol reunieron peso a peso el dinero necesario para la acción que se propusieron, sin recurrir al patrocinio de ningún politiquero, sin arrodillarse… Fue una lucha que nació del sudor, la fe, el compromiso y la entrega incondicional hacia un proyecto de país que hoy sostienen otros jóvenes, hijos y nietos de aquellos.