Sí, es un título raro. Y no, no se preocupe querido lector, pues esto no versa sobre virus raros, inteligencia artificial moderna, incluso, ni siquiera de lejos se acerca a un artículo científico.
Los más entendidos en materia computacional, y los más viejos de edad –si hay que decirlas todas– sabrán a lo que me refiero. El título de estas líneas responde no menos que a los primeros microprocesadores que entraron a la Isla por allá por 1987, fecha en que también se inauguraron los “Joven Club”.
La pasada semana, esta gran red de centros tecnológicos que gracias a la iniciativa de nuestro Comandante en Jefe vieron la luz, cumplieron 36 años. A modo de felicitaciones, el escriba comparte hoy estas líneas que harán recordar a los mayorcitos y sorprenderse a quienes inician hoy su viaje computacional.
Mi experiencia en estas lides comenzó a los escasos seis o siete años, por el ´88. Era un niño, y por supuesto, los juegos y la magia de los ceros y los unos me deslumbraban… y de qué manera.
Tras conformarse el Joven Club del municipio, ni raudo ni perezoso mi padre también se comprometió con aprender el nuevo lenguaje, y con él, allí también estaba yo en las clases nocturnas de programación en MS-DOS o Pascal.
Acompañarlo era mi manera de mostrar interés. Gracias a la constancia de verlo debatirse con líneas de códigos todas las noches, me hizo merecedor de mi primer disquete de 5 1/4 con la grandiosa capacidad de 360 kilobytes. ¡Qué maravilla! Ya podía jugar.
Claro, de nada me servía aquel cuadrado de plástico, pues aunque mi papá me había copiado en él juegos tan entretenidos como el primer “Príncipe de Persia” y el “Saxon”, aún necesitaba otros dos disquetes. El primero era para lo que comúnmente por aquel tiempo se llamaba “despertar la máquina”, una especie de sector de arranque, y el otro para ordenarle a la PC que abriera el sistema operativo: el MS-DOS. Estos últimos eran de mi papá y eran sagrados. Tenía que esperar a tener los propios.
Pronto los tuve, siempre bajo la recomendación de cuidarlos muy bien, pues al ser magnéticos se dañaban con bastante facilidad. Me tocó la suerte de que “el viejo” me regalara unos de alta densidad que ya tenían una capacidad de 1,2 megabytes. ¡Tenía lo último! Ya podía copiar entonces juegos como el “Ranger” o el “Fórmula 1”.
Armado con las herramientas necesarias, madrugaba todos los domingos frente al centro computacional para jugar. Sí, había cola y otros niños también amanecían allí. Pero no había temporal de lluvias o enfermedades que me impidieran asistir a esa cita dominical. Mis única preocupación era llegar antes que se despertara mi amigo Pavel García, quien vivía al costado del club, para que no me tocara la “monocromática”, una computadora que solo tenía los colores negro y naranja.
Pienso ahora en las torres… por supuesto, no tenían disco duro. De ahí la necesidad de despertarlas. Contaban con un procesador AMD de unos escasísimos 25 Mhz y con memorias RAM de cerca de un megabyte; pero hacían su trabajo, y para mí eran lo máximo. Asimismo, los monitores eran de 12 pulgadas, no existían los ratones, y los teclados eran bien rústicos.
Copiar nuevos juegos o pasar los tuyos a los recién llegados era una odisea, pues libreta en mano había que introducir varias líneas de comando para lograrlo. Rezar porque no se fuera la corriente.
Ni qué hablar del “Dbase III Plus” o el “WordStar”, los predecesores del actual Office. Escribir un párrafo tabulado con caracteres especiales o crear una tabla de datos era súper trabajoso, pero al final del día valía la pena; y resulta gracioso porque ahora un solo clic del ratón equivaldría a decenas o cientos de pasos en aquellos softwares.
Hoy, a más de 30 años de aquellos días, cuando las posibilidades computacionales son infinitas, desde las comunicaciones hasta las herramientas más modernas de diseño y desarrollo, miro atrás con satisfacción, pues como niño al fin me adentraba en un mundo nuevo. Uno del que todavía no me desprendo, y del que aún sé bien poco a pesar de los años.
Así fue mi niñez, entre ordenadores. Ahora, mientras recuerdo, me resulta casi imposible de creer que durante varios años cargué en una cajita de cartón, a modo de bolso, con tres o cuatro disquetes que en su conjunto tenían una capacidad en la que actualmente no cabría ni una sola canción en mp3.