A un año del estreno de Este tren llamado deseo sigue dando de qué hablar y continúa provocando en el público las reacciones más diversas. Cada puesta en escena ha sido un verdadero éxito y la explicación hay que buscarla en la propia concepción del hecho artístico que el principal artífice de esta obra ha declarado abiertamente. Me refiero al talentoso y carismático Iran Capote, quien confiesa que:
“Me place sentirlo vivo. Siempre hay algo que arreglar, sugerir, cambiar. Siempre hay nuevos significados, siempre hay otros enfoques, otras perspectivas. Y eso hace que la obra siga dialogando con su presente más inmediato”.
A mi modo de ver, en ese anclaje con la realidad más cercana, la que se encuentra al doblar de la esquina, radica la fórmula nutricia de la representación teatral. Sobre todo el dramaturgo –me permito parafrasear su idea– con este ejercicio estético apunta hacia un camino futuro de su teatro, que parece estará signado por los ambientes más olvidados y hasta rechazados. El Paradero de este tren es como la alegoría de la marginación y exclusión social, de los no tomados en cuenta, pero que también piensan y sienten, quizás con más razón e intensidad que cualquier otro sector.
El Paradero tiembla y se impacta no solo al paso de este tren, sino con el profundo palpitar y la pasión de sus habitantes o los que llegan a él temporalmente. Es una historia que se mueve a partir de lo individual y crece a lo coyuntural.
Los que asistimos a la sala del Milanés estábamos convencidos de que volver a montarnos en ese tren iba a ser como otra experiencia de vida plena y franca, porque los actores consiguen, con sus indudables dotes histriónicas, que cada personaje diseñado nos convierta en cómplices de sus aspiraciones y deseos, de sus proyectos de vida y expectativas. Dejarlo ir es como perder una nueva oportunidad de reafirmación personal, incluso con respecto al contexto en que nos movemos diariamente, con sus defectos e insatisfacciones.
La verdad sobre las tablas, esa es la filosofía que distingue a Rumbo en su quehacer, por eso auguro que no perderá el rumbo. La desnudez física es expresión de desnudez espiritual. Transparencia y sinceridad en la entrega que se traducen en credibilidad y convencimiento.
No me detendré en el desempeño actoral de cada integrante del elenco: lo dejo para nuestros especialistas. Pero no puedo sustraerme a afirmar que en esta reposición hay que mencionar de forma especial la actuación sorprendente y orgánica de Yasey Muñoz al encarnar una Eunice formidable en toda la extensión de la palabra. La irrupción de Carlos Ernesto Sánchez (Marlon) a la escena le imprime una fuerza extraordinaria al diálogo. Por su parte, Yadira Hernández (Estela) y Sandra Pérez (Blanche) vienen a ser el contrapeso en cuanto a sus respectivas historias, con sus coincidencias y contrastes.
La modalidad seleccionada para la puesta en escena, la del denominado teatro arenas, resulta idónea para conseguir esa atmósfera de proximidad, o mejor, de intimidad, que se respira con diáfana intención.
Gestualidad, desplazamiento y miradas penetrantes se conjugan para construir un estado empático inigualable. En los momentos de catarsis todo lo anterior se acentúa, en correspondencia con el sabio manejo de luces y efectos sonoros. En este sentido, me atrevo a recomendar que se cuide más el fraseo, o sea, la manera en que se va corriendo el texto, pues en ocasiones se segmenta la idea caprichosamente, sin tomar mucho en cuenta la sintaxis oracional.
Sobre el teatro arenas podemos informar a nuestros lectores que es un espacio escénico circular o cuadrado totalmente rodeado por el auditorio, lo que genera múltiples ángulos de visión con una escenografía mínima. Otro rasgo distintivo que sobresale son las entradas y salidas que ocurren a plena vista del espectador. Los desplazamientos también se ejecutan sin disimulos ni recatos de ninguna índole.
Se entiende, entonces, por qué en este tren se favorece así lo que más importa, es decir, la proyección y la interpretación de los roles. El montaje minimalista nos invita a estrechar cada vez más las distancias para volcarnos con deseos hacia nuestros deseos. Y no es este un estéril juego de palabras. Nada de eso: es la exhortación que justifica cada viaje en él. Si no te has montado, hazlo cuando vuelva a salir.