“Limpio patios, terrazas y azoteas; boto basura; hago mandados; ayudo en albañilería”, pregonaba aquel hombre, joven, espigado, trigueño, vestido con ropa de trabajo, pero limpio, cubría su cabeza con un sombrero de yarey de ala ancha para protegerse del sol.
Sujetaba en la mano derecha unos guantes de lona que agitaba en ambas direcciones frente a su rostro, tal vez para espantar insectos o abanicarse. Caminaba por las calles de un reparto y anunciaba sus servicios con voz alta y grave, sin llegar al grito.
Lo inusual de su proclama atrajo mi curiosidad, y me encantaría decir que lo escuché en las calles de Pinar del Río; sin embargo, fue en Bayamo. Días después comprobé que no era el único, tal y como me explicaron desde el primer momento.
Vi carretoneros recogiendo basura y recibir el pago que ofrecieran, nada de grandes sumas, porque eran billetes de baja denominación los que ponían en sus manos quienes se acercaban con bolsas de deshechos del hogar. Convencida estoy que el saldo final no era poco, pues muchos salían a utilizar ese servicio.
Incluso, un bicitaxi, con un pequeño remolque e igual sistema de cobro, también recorría la barriada y cargaba basura. Sin detenernos en aspectos como la legalidad y la consecuencia a largo plazo de ganarse el sustento en empleos informales, me parece loable la iniciativa de prestar servicios a la comunidad, y de paso, obtener honradamente el pan.
A los holguineros se les cuestiona “porque venden hasta el agua”, es una tradición en esa ciudad comprar el agua potable, y los aguadores siguen existiendo a mitad de la tercera década del siglo XXI. Carretones en los que con ingenio colocan tanques y llevan hasta la puerta del hogar el preciado líquido, algo que también se agradece y paga.
Son oficios que a ojos de presumidos pueden parecer denigrantes; no obstante, nada hay de vergonzoso en ellos, y es incuestionable su alto valor utilitario. En estos tiempos en que proliferan los deseosos de vivir del “invento”, de la estafa y reventas, no es ocioso recordar que el trabajo surgió como una necesidad evolutiva para la supervivencia de la especie.
El dinero fácil, “sin sudarlo”, es como un canto de sirena que atrae y anula las voluntades. “La luchita del día” para “raspar algo” son más que frases del argot callejero; se entremezclan con transgresiones: morales y jurídicas.
Poca alma hay en quienes lucran con la necesidad que se torna urgencia para la subsistencia, y no solo tratan de recuperar su inversión inicial (si la hubo) y un lógico margen de ganancias, sino que se aferran a la especulación como antílope dorado al que gastarle los cascos para rebosar sus arcas, sin pizca de generosidad, empatía o sentido común.
La bonanza no es mala ni es pecado desear la prosperidad, pero querer disfrutar de ambas desde la pereza, es otra cosa. Hay quienes, incluso, apuestan por el hurto como si creyeran que “por merecimiento divino”, el bien ajeno está ahí, solo para que ellos lo tomen y disfruten.
A modo de broma, supongo, un vendedor vociferaba por las calles de la capital vueltabajera: “Yucas fresquitas, acabadas de robar”, y sí, le reían la gracia en la que no encontré ningún vestigio de humor, quizás porque son muchos los testimonios de campesinos que ya he escuchado lamentar cómo son despojados de sus cosechas por ladrones.
Labriegos a los que les arrebataron sus animales y otros bienes, porque no es posible pasarse el día entero trabajando y la noche en vigilia.
Con las tendencias actuales, tal vez sea preciso variar conceptos y dejar de definirnos como una nación eminentemente agrícola por una una pródiga en comerciantes, pareciera como si vender fuera la única forma de obtener dinero, y por cierto, cada vez con peores maneras.
Esto último válido para los que pregonan en la calle, perturbando la tranquilidad, molestando a quienes procuran descanso dentro de sus hogares, y con una insistencia rayan en la agresión, porque lo que importa es que, aunque sea por atosigamiento, le compren. También aplica a los que usan las redes sociales, no publican precios, sus ofertas siempre son las mejores, y hay que ir “al privado” como si una transacción comercial fuera un acto íntimo.
Vivimos tiempos difíciles, y la Cuba de hoy está en constante cambio. Que sea para bien, que nos acompañen valores dignos de preservar y no seamos una vergüenza para el futuro depende de pequeñas cosas, y entre esas está el tono de voz en que se anuncia un servicio: son los detalles los que marcan las diferencias.