Tenemos esa mala costumbre de no llamar las cosas por su nombre, de usar sustantivos y apodar con frases hechas aquello que de forma muy simple pudiéramos decir sin tantos rodeos. Quizás hemos cogido miedo a hablar “sin pelos en la lengua”, porque hay quien se ofende hasta con el más mínimo roce del pétalo de una rosa.
La reflexión la hacía un amigo en la redacción del periódico, y me llamó fuertemente la atención la cantidad de sinónimos que usaba para ejemplificar lo que decía. Entonces se refirió con dolor a la pobreza. Nunca decimos, ni en los medios ni en la vida diaria, que alguien es pobre, que un vecino es pobre, que un barrio es pobre. Como si ser pobre fuera un delito, fuera una vergüenza, una deshonra y no una condición de vida a la que se llega sin querer.
Casi siempre expresamos con tristeza que el custodio y la recepcionista pasan trabajo, que María alcanza menos, que Juanito se las está viendo feas, que al papá de Pedro no le da la jubilación y que tenemos 18 comunidades en transformación. Casi nadie dice que el custodio, la recepcionista, el papá de Pedro y las comunidades son pobres.
No se puede con palabras esconder o disfrazar las realidades; sería mejor asumirlas como son, con valentía, con dignidad, y quizás hasta con coraje para poder cambiarlas.
Lo mejor es, a mi juicio, ser sinceros y coherentes con lo que decimos y hacemos, y, sobre todo, actuar en función de ello.
Mientras no reconozcamos las debilidades de la sociedad no seremos capaces de resolverlas, de mejorar su situación, de trabajar enfocados en aquello que tiene dificultades y que pocas veces llamamos de verdad por su nombre.
Cuando tratamos de evadir eso, empezamos a “cantinflear”, divino término que nos trajo ese grande del cine que fue Mario Moreno y que todavía nos sirve para decir en 40 minutos lo que se podría decir en cinco, y al final no decimos nada.
“Estamos tratando de resolver y aminorar un grupo de problemáticas que nos vienen dañando desde hace meses; trabajamos en función de mejorar la situación que se genera desde entonces, pero los volúmenes de recursos de los que se dispone son insuficientes y no se han logrado emplear con racionalidad, por tanto, el resultado no es aún el que se quiere, pero hemos mejorado. No se cumple el plan, pero estamos en mejores condiciones que el año pasado, y eso es lo importante”.
Ese pudiera ser hoy el discurso trillado de cualquier persona que debe rendir cuentas sobre su gestión y no sabe cómo explicar las deficiencias que enfrenta.
La lengua española es tan rica que nos permite decir miles de cosas sin repetirnos y sin tener que ser redundantes. La objetividad, muchas veces puede ser cruda, pero se asimila mejor que cuando nos vienen con adornos y consignas.
La Cuba que vivimos atraviesa miles de problemas objetivos de déficit de alimentos, de medicamentos, de combustibles, y hay que ser certeros en cada explicación que se da.
Aquello que se dice en el CDR, en la localidad, y así a todos los niveles tiene que ser coherente y transparente, una palabra que de ser aplicada más que dicha, nos ayudaría a resolver muchas de las trabas que nos complejizan los días.
Quizás las distorsiones que nos tienen hoy contra la pared son errores, y la corrección no sea más que una rectificación, y no hay problema en ello mientras el propósito del proceso sea el de enrumbar lo que está mal y nos hace daño.
Quizás sea hora de llamar sin miedo las cosas por su nombre, sin tabúes, sin tapujos, de decir lo que lastra y mengua, lo que resta y minimiza, para poder arreglarlo, quitarlo, enmendarlo. Quizás sea la hora de decirle al pan, pan y al vino, vino.