El año pasado los valientes caballeros del Imperio (estadounidense), defensores del apocalíptico y devastado mundo sin ley en el que nos vemos obligados a vivir, debieron pensar ‘ya hicimos 30 hagamos 31’. Y aquí estamos en 2023 comentando otra votación de la Asamblea General de la ONU condenando por trigésimo primera vez consecutiva el aberrante e ilegal bloqueo económico, comercial y financiero implementado por los Estados Unidos de América contra la República de Cuba.
Un acto de guerra conducido con inhumana y cruel ferocidad por la fuerza económica y militar más poderosa del mundo, contra la pequeña isla rebelde de Cuba.
Durante más de seis décadas, el mundo ha asistido impotente a la violación más flagrante, sistemática y masiva de los derechos (humanos) del pueblo cubano, que va en contra de todas las normas del derecho internacional y se califica como un acto de genocidio, en virtud de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948. Se trata del asedio más prolongado que haya conocido la historia de la Humanidad y que cada año ocasiona profundas pérdidas a la economía cubana, restringiendo su derecho al desarrollo, y cuyas consecuencias afectan la sociedad y la vida cotidiana de más de 11 millones de cubanos sin un día de respiro.
Para quedarnos en el último periodo, entre agosto de 2021 y febrero de 2022 (siete meses), las pérdidas causadas por el bloqueo rondaron los 3.806 millones de dólares: un aumento del 49% en comparación con el periodo de enero a junio de 2021. Todo un récord. Sin estas medidas coercitivas, la economía cubana habría crecido un 4.5% en este periodo.
Del 1 de marzo de 2022 al 28 de febrero de 2023, los daños causados por el bloqueo ascendieron a 4 867 millones de dólares: 405 millones al mes, más de 13 millones al día y más de 555 000 dólares a la hora. Sin el bloqueo, el PIB cubano habría crecido un 9%.
En los primeros 14 meses de la administración Biden, los daños causados por el bloqueo ascendieron a 6 364 millones de dólares. Eso significa más de 454 millones de dólares al mes y más de 15 millones al día. Son cifras enormes para una economía en desarrollo con pocos recursos.
En seis décadas, a precios de hoy, el daño acumulado asciende a 154 217 millones de dólares. Sin embargo, si tuviéramos en cuenta las fluctuaciones del oro a lo largo del tiempo, el daño causado por el bloqueo alcanza la enorme cifra de 1 billón más 391 111 millones de dólares.
Además de los efectos del reforzamiento del bloqueo, resultado de las medidas aplicadas por el gobierno de Trump y reiteradas por el de Biden, Cuba tuvo que enfrentar los efectos de la pandemia del Covid-19, que pronto se convirtió en un aliado de la política de Estados Unidos contra Cuba. Haber endurecido a tal grado el bloqueo en semejante coyuntura revela el rostro particularmente inhumano del gobierno norteamericano y su marcado interés en aprovechar la recesión económica derivada de la pandemia mundial, aplicando una política perversa destinada a promover la inestabilidad social y llevar al pueblo cubano al hambre y la desesperación.
Hasta aquí, la dramática realidad producida por la política de dominación norteamericana, consagrada a la difusión de la verdadera democracia cuyos efectos perversos han sido siempre el sufrimiento, la desesperación, la miseria y la muerte. Una histórica tarea salvífica que esta nación ostenta con orgullo sin darse cuenta de lo inmoral y ofensiva que resulta para todos aquellos pueblos que, a diferencia de ellos, pueden presumir de culturas milenarias de relación y reciprocidad.
Nada cambia en el país de la arrogancia, el genocidio y la guerra perpetua, que se ha elevado a la razón de Estado y es el único ejemplo en la historia que ha encontrado en sí mismo la violencia necesaria para utilizar la bomba atómica; y nada puede cambiar porque es un país que se apoya en la ficción de la falsa elección política entre republicanos y demócratas: una distinción completamente ilusoria y engañosa.
Después de 31 condenas de la ONU al bloqueo de Estados Unidos contra Cuba sin que ello afecte en nada a la realidad de las cosas, creo que es legítimo reclamar un cambio en las reglas del juego. Ya no es soportable que un país libre y soberano se vea obligado (desde hace décadas) a someter a votación en la Asamblea General de la ONU el DERECHO a no ser perseguido: una situación abominable que se repite patológicamente desde hace décadas sin resultado alguno. Significa que el derecho inviolable de Cuba a recurrir a la justicia internacional contra un acto genocida tendría que ver por fin aplicado lo decidido. De lo contrario estamos en la farsa, donde la suprema organización mundial, en lugar de representar las esperanzas originales de paz global, se encuentra siendo cómplice del «más fuerte» que niega a voluntad derechos que deberían ser universales.
Un panorama sombrío que socava la pertinencia de esta organización que, con toda probabilidad, no ha sido capaz de evolucionar tanto como las sociedades a las que representa. Nos guste o no, el mundo está cambiando; está tomando forma el crecimiento y desarrollo de un nuevo orden mundial, en el que las viejas recetas, ideadas para dar forma a una especie de colonialismo moderno, ya no funcionan. Aparecen nuevas realidades en la escena internacional, y la resistencia a estos cambios no es más que el intento desesperado de Estados Unidos de mantener su dominio, con la vana esperanza de que todo siga cristalizado en el equilibrio de poder de hace cincuenta años.
Por lo tanto, o la ONU inicia una reorganización para incluir en el Consejo de Seguridad a países de América Latina, África, Oriente Medio y Asia, eliminando el contradictorio poder de veto, o volvemos a la desacreditada y fracasada Sociedad de Naciones.
Cambio es la palabra que circula cada vez con más insistencia por los salones neoyorquinos del palacio de cristal: por la eliminación del derecho de veto y la plena entrada de los países del Sur global. Sin este cambio, las Naciones Unidas sólo seguirán observando.
En sesenta años, se han gastado muchas palabras en describir las hazañas de estos campeones de la democracia. Sin embargo, uno se pregunta si alguna vez seremos capaces, sólo con palabras, de describir de forma inteligible el monstruo que invade sus mentes. Las palabras son difíciles de encontrar, a veces cansan, se desgastan con el tiempo, y sin más palabras el testimonio corre el riesgo de caer en el olvido.
Sin embargo, el silencio sería peor. No nos queda más remedio que decir con energía lo que sabemos, vemos, sentimos. Utilicemos, la palabra, para dar testimonio de los estragos y la devastación dejados sobre el terreno por tanta infamia. No la desolación habitual que deja tras de sí la guerra. No hay misiles que analizar, ni soldados que identificar, ni armas. No hay tanques ni recuentos de cadáveres, sólo la conmoción de la vida cotidiana: la cola para repostar gasolina o para comprar pan o medicinas y los cortes de electricidad. No parece una zona de guerra, aunque la guerra es el estado normal de este país; una guerra silenciosa que no perdona a nadie y que ha sido un telón de fondo habitual durante demasiado tiempo. Un choque cotidiano que se convierte en costumbre. Nos acostumbramos a lo indescriptible y a lo inaceptable debido al daño irreparable que causa en nuestra forma de pensar la continuación de la crueldad. Es nuestra conciencia la que se embrutece.
Nadie escapa a los efectos del más largo, cruel y amplio sistema de medidas coercitivas unilaterales jamás aplicado contra nación alguna. Como expresó Raúl Castro Ruz en 2021, «el daño causado por estas medidas al nivel de vida de la población no es accidental ni un efecto secundario, sino la consecuencia de una intención deliberada de castigar al pueblo cubano en su conjunto».
El 80% de la población cubana no sabe lo que es una vida sin bloqueo; un hecho inmoral que por sí solo debería sacudir la sensación de impotencia que parece haberse apoderado de nuestras conciencias. Ante la apatía debemos reaccionar reconociendo la superioridad moral de la solidaridad y rechazar cualquier idea de bloqueo dictada por el sinsentido de una política enferma.
Este estado de cosas no puede tolerarse por más tiempo y la ONU no puede permanecer de brazos cruzados y seguir observando.