Lo que más le duele a Sarah Álvarez Reinoso, dice, más que la enfermedad maligna en un niño, son los accidentes. Eso, y tener que darle la noticia a una madre de que su hijo ha muerto: “Eso no se aprende en la carrera, y le toca al médico intensivista, no es a la enfermera ni a otra persona, y es muy duro, se sufre mucho. El tiempo pasa, uno se va poniendo viejo y también más sensible. A dar esas noticias no te enseñan.
“Cuando se pierde un niño, uno llega a hacer tanto rapport con la madre que es la que casi siempre está en la terapia siete, ocho, 10 días, que uno llora al parejo de ellas. Y en los accidentes casi siempre hay un descuido, un negligente. Los niños no pueden quedarse solos. Alguien tiene que vigilarlos, porque ellos no saben del peligro. Quieren conocer el mundo exterior. Explorar”, así asegura esta doctora con 50 años de experiencia en Medicina, pediatra y fundadora del servicio de Terapia Intensiva del hospital Pepe Portilla.
Dedicada hoy a la docencia, refiere que es raro el día que no pase por la terapia, sobre todo, si hay casos complicados. “Me dicen la madre, debe ser porque soy la más vieja y les doy consejos desde el punto de vista científico, profesional, familiar. Entra mucha gente y los voy acomodando al trabajo de la terapia. A veces me llaman: ‘pasa por aquí para que les eches un ojo’. Estoy feliz con el equipo de trabajo que hay ahora, ya que es parte de un grupo que ayudé a formar”.
La conversación con Sarah Álvarez se torna diáfana. Lejos de cualquier tipo de protocolos, esta mujer, que ya suma 74 años, se siente bien y, sobre todo, útil.
Su anhelo por estudiar Medicina lo conoció desde muy pequeña, cuando era una niña enfermiza y veía en su pediatra un modelo a seguir: “Era el doctor Rafael Contreras Cue. Llegamos a llevarnos tan bien con la familia, que ya Contreras ni cobraba la consulta. Yo era una paciente asidua, y lo veía con ese cariño tan grande con que atendía a los niños. Quedaba encantada con aquel hombre, y guiada por él, que después fue mi profesor, hice la carrera de Medicina”.
Sarah es parte de un grupo que trajo a Pinar profesionales de la Salud de elite: “Luego de cursar el preuniversitario, unos cuantos decidimos irnos a estudiar Medicina a La Habana. De ese grupo era `La Mora`, de ultrasonidos; Foli, el ginecólogo; Ricelo, el obstetra; Sandra, la pediatra. Todos fueron de mi curso. Empezamos en ‘Girón’ y nos dieron la posibilidad de terminar tercer año aquí en Pinar y hacer el cuarto. Unos cuantos decidimos regresar. Éramos 14. Yo vine porque mi familia pasaba mucho trabajo para que yo viajara. Era pobre. A veces mi mamá se aparecía allá en La Habana con un poquito de comida, porque fue también una etapa muy difícil.
“No existía el ‘Abel Santamaría’. Empezamos en el ‘León Cuervo Rubio’ con los profesores Montano y García Portela. Ahí terminé tercero, hicimos cuarto y en quinto año era que se daba Pediatría como especialidad.
“Entonces vine en mi rotación para acá. Estaba de director René Hernández Valdés, había muy buenos pediatras y todos me decían `tú tienes alma de pediatra´, porque terminaba de trabajar en la sala y me iba para el Cuerpo de Guardia, que siempre estaba lleno de pacientes en el bloque en forma de L, a la entrada del hospital.
“Desde que éramos alumnas, Sandra y yo nos quedábamos a ver pacientes y si teníamos alguna duda la consultábamos con el profesor. René me dijo aquello, y por eso fue que hice en sexto año un internado vertical de Pediatría. De ahí para acá soy pediatra”.
¿Siempre trabajó en el “Pepe Portilla”?
“No, qué va. Cuando me gradué me ubicaron en el hospitalito de Guane. Como había hecho el internado, me enviaron como pediatra. Allá empecé como responsable del servicio. Un hospital que tenía 20 camas para Pediatría: cinco para gastro, cinco para respiratorias y 10 para misceláneas. El grave no se atendía allá, pero resolvíamos muchas cosas. La población me llegó a querer mucho. Todavía tengo pacientes que vienen y me dicen: ‘Usted fue mi pediatra en Guane’.
“En esa etapa del posgraduado me casé, tuve mi hija, que ya tiene 45 años, y tengo una nieta. Cuando terminé allí, con la niña pequeña, pedí la especialidad que me pertenecía porque había hecho el internado vertical, y desde entonces estoy aquí en el Pediátrico”.
¿Cómo es la vida de un pediatra en el hospital?
“Aquí la vida es muy dura, porque se reciben niños de toda la provincia y la población confía mucho en el pediatra, en el Pediátrico. Hemos luchado para que la gente confíe en el área de Salud, pero siguen siempre buscando el hospital. A veces te dicen: ‘Es un muchacho joven…’, pero ven que está acompañado del profesor y que lo puede guiar. Cuando terminé la especialidad me fui a cumplir una misión como docente a Nicaragua, que fue cuando se decidió llevar a un grupo de alumnos de sexto año a terminar su carrera allá.
“Para ese momento me había divorciado, y la niña se quedó con mi mamá. Como docente el trabajo fue muy bonito, a pesar de la miseria espantosa y desnutrición que primaban. Los muchachos trabajaron a la par de nosotros”.
¿Recuerda usted cuál puede haber sido uno de los momentos más difíciles de su carrera?
“Tras el regreso de Nicaragua me enfrenté a la epidemia de dengue. Fueron días muy tristes. Era horrible. No se compara con nada, porque no sabíamos qué era. Los niños parados delante de uno, se desmoronaban y se morían, y uno no sabía qué pasaba. Estuve tres días sin ir a mi casa.
“Cuando terminó la epidemia, Fidel decide hacer las terapias intensivas pediátricas, y el doctor René Hernández, que todavía era el director, me dice: ´Te dije que tenías alma de pediatra y tienes alma de intensivista, ya que manejas muy bien al grave; te vas para el ‘William Soler’ un año a hacer la especialidad de Terapia Intensiva”.
Y así empezó su carrera por la terapia…
“Así. Dejé la niña otra vez con mi madre, que era una guerrillera, y me fui un año a hacer Terapia Intensiva Pediátrica. En esa época estábamos el doctor Méndez y yo; trabajábamos todo el día en la Terapia y la guardia la cubría el médico de afuera (se refiere a otro servicio, que no era de Terapia). Éramos solo Méndez y yo y nos llamaban constantemente. Nos iban a buscar cuando llegaba un grave. Prácticamente vivía en el hospital. Al año siguiente empezaron otros compañeros. Hicimos un equipo de cuatro y hacíamos entonces guardias cada cuatro días, pues era necesario quedarse”.
Recuerda la doctora cuánto hizo por la formación de otros médicos en el servicio de Terapia Intensiva, siempre con la anuencia del grupo nacional y con cursos y diplomados muy bien ordenados, al punto que enviaba a los doctores a La Habana a aprender de temas como politrauma, ventilación mecánica y todo lo relacionado con cardiocentro.
Para esa época, Sarah Álvarez Reinoso era la jefa de la Terapia, responsabilidad que desempeñó durante unos 15 años, y fue la presidenta de la Atención al Paciente Grave en la provincia.
“Entonces atendía al grave también de Neonatología y la comisión incluía a los enfermos del hospital de San Cristóbal. A veces el paciente no era trasladable, teníamos que ir hasta allá. Fueron momentos muy duros, prácticamente vivíamos en el hospital, y mi hija me decía, ‘yo no voy a ser médico porque no podré estar con mis niños’. Hoy es licenciada en Economía. Mima fue una abuela que era una madre, pero ella sintió que yo no estaba nunca”.
Los cursos, explica, se extendieron hasta el Cuerpo de Guardia, que es donde primero se recibe al niño en el hospital, y después se unió con la doctora Pastrana, que hacía el mismo trabajo, pero con adultos, y formaron el Capítulo de Cuidados Intensivos y Emergencia, tanto de adultos como de niños.
Muchos profesionales de la Salud refieren que les cuesta trabajar con el niño grave…
“El PAMI es un programa muy duro, muchos profesionales le temen a la Pediatría y a la Neonatología por el programa, pero yo no. Si uno hace bien las cosas no importa cómo sea el programa. Si tú quieres a un niño tienes que ayudarlo. Algunos intensivistas de adultos me dicen: ‘No sé cómo puedes atender a un niño grave’ y les digo, ‘pero alguien tiene que hacerlo’. El niño es muy fácil de trabajar porque generalmente es un organismo sano, que si viene con una neumonía se cura y ni secuelas quedan, no es el paciente adulto que es diabético, hipertenso… el niño es sano, puede ser que alguno tenga algo crónico, pero la mayoría es sana, además, los infantes son muy agradecidos.
“Y es verdad que el niño se porta mal, que tiene miedo, llora. Pero uno tiene ganárselo, pasarle la mano, que si el gatico, que si el perrito, y cuando uno llegue así tres veces, uno se lo gana y él te acepta”.
Ahora se dedica a la docencia. ¿No extraña su trabajo en la terapia?
“Voy casi todos los días a la terapia, paso por allí, entro, sobre todo, si hay casos complicados o me llaman para alguna consulta. ‘¿Doctora, que usted cree?’ Pero el tiempo va pasando. Llegué a ser la vicedirectora de Atención al Grave del Pediátrico; después pasé para la docencia; fui jefa del departamento Docente, y llegó otra misión para Guinea Ecuatorial a donde me fui a impartir Pediatría.
“Fueron tres cursos allá, cuando regresé estuve un tiempo en la terapia y volví para la docencia. Ya estaba el doctor Eddy, que actualmente es el jefe de la terapia. Muy bien preparado, él asumió la Comisión del Grave. Hay un equipo mucho más amplio, muy bueno, muy profesional de médicos, doctoras, enfermeras y enfermeros; estoy feliz, muy feliz porque ayudé a formarlos”.
Tanto para asistir a la terapia cuando la consultan como para impartir clases, Sarah se mantiene estudiando: “Siempre hay que estudiar, hay cosas nuevas. Recuerdo que hace muchos años me llegaba un niño con meningoencefalitis bacteriana y decía ¿por qué este niño si me llegó mal, pero no tanto, se me agrava de pronto?, y le empezaba el tratamiento.
“Ahora, con lo que se conoce de las interleuquinas, los estudios inmunológicos, uno sabe que cuando empieza a romper bacterias y comienza la degradación, esto incide en el paciente y te hace un shock séptico tóxico por la degradación de la bacteria.
“En aquel tiempo eso se desconocía. Ahora se sabe que tienes que empezar primero a mejorar todo el estado hemodinámico del paciente para después ponerle tratamiento”.
La doctora mantiene como un escudo su defensa a la madre: “Es la persona que más conoce a su hijo. Si el niño es muy pequeño y no sabe expresar lo que siente, la madre sabe. ¿Tú no sabes si tu niña se siente bien, si está contenta o tristona? Puede que la madre no tenga toda la preparación, todo el conocimiento, incluso, puede que sea hasta un poco despreocupada, pero siempre quiere a sus hijos, y ayuda mucho en las terapias. Hay padres maravillosos también, pero no hay nada como una madre”.
¿Cómo trabajar hoy con los estudiantes de Medicina?
“A veces te encuentras un alumno desinteresado, y es así por inmadurez. Hay doctores que terminaron con tres puntos y pico en la carrera y hoy son muy buenos. Tenía un compañero de estudios que era un desastre. Cuando cumplimos 40 años de graduados, nos reunimos, y él me dice, ‘Sarah, ¿no te acuerdas de mí?, soy fulano’. Y le dije, muchacho, ¿y tú te graduaste?, ¿qué hiciste?, y él me respondió: ‘Sarah, cuando me di cuenta que la vida del paciente estaba en mis manos, cambié’.
“A los muchachos hay que atraerlos, enamorarlos. Yo les digo, el niño ni pica ni muerde, pásenle la mano, tóquenlo, pálpenlo. Y hay estudiantes excepcionales.
“También están los especialistas jóvenes. Da gusto ver cómo trabajan en este hospital, sin descanso, y hacen maravillas con los niños, con sus padres; son muy sacrificados, no faltan a una guardia y nunca hay una queja porque un médico haya maltratado a alguien”.
¿Qué hace un pediatra ante la escasez de medicamentos?
“Todas las enfermedades tienen sus protocolos de tratamiento de primera, segunda y tercera línea. El mundo entero trabaja por protocolos de actuación. Si no tengo el primero, tengo el segundo o el tercero. A veces le pregunto a la madre qué tiene en la casa. Pero aquel que lo necesita lo tiene, y lo busca la familia y lo buscamos nosotros, pero siempre se prioriza. No podemos decir tenemos un niño fallecido o un complicado por falta de medicamento”.
Todavía recuerda que en los meses de la Covid se mantuvo en su casa, atendiendo a sus alumnos de cuarto año vía telefónica y por WhatsApp. “Yo me iba a volver loca encerrada. Los muchachos de sexto año dieron la batalla aquí junto a los especialistas, pero me cuidaron por la edad”.
Asegura la doctora que se siente realizada como médico, como especialista, como intensivista, como docente, como madre e hija, como hermana, como abuela. “Tengo una familia muy unida en la que, por suerte, todo el mundo está aquí. Y tengo mi otra familia, la de los pediatras. Si uno tiene un problema, es de todo el grupo”.
Sarah, ¿qué no le puede faltar a un pediatra?
“La sensibilidad, la solidaridad con la familia. Tiene que ponerse en los zapatos del otro. Yo siempre pienso, si fuera mi hija o mi nieta la que está en esta situación, qué haría. Un pediatra tiene que ser muy humano”.
La dra Sara, es una médico increíble, se recuerda de casi todos los pacientes de antaño por su nombre para ella mi gratitud y afecto y con gran profesionalidad.