Una sonrisa amplia y una mirada limpia, un carácter curtido entre la rectitud y el carisma, mucho de humildad y nada de presunción; un uniforme verde olivo, el arte en sus venas y la Revolución en el pecho conforman el recuerdo entrañable del Comandante Juan Almeida Bosque.
No podría ser de otra manera porque, salido del pueblo, Almeida se convirtió, por mérito propio, en un combatiente admirado y muy querido por ese mismo pueblo, cuyas penas y sometimientos lo llevaron al Moncada, a soportar estoico las vejaciones del presidio político, a cruzar los mares de su tierra para vivir en el exilio y regresar luego como un expedicionario del yate Granma, antes de subir a la Sierra a conquistar la libertad trunca de su gente.
Justo allí, bajo la metralla incesante y el riesgo real de dejar la vida en la contienda, el hijo de Juan Almeida y Rosario comenzó a hacerse indispensable para la futura Revolución.
Una anécdota de los días iniciales tras el triunfo de enero de 1959 lo confirmaría. Un amigo de juventud, llamado Ventura Manguela, le preguntó al entonces Comandante del Ejército Rebelde cómo él, sin ser una «gente de escuela», ocupaba tan alta responsabilidad en el ejército victorioso.
Su respuesta fue contundente: «Ventura, es que yo nunca llegué segundo a un combate y jamás me fui primero».
Esa era la esencia del joven sencillo y sacrificado que, antes de ser rebelde y revolucionario, se desempeñó como taquillero, mozo de limpieza y albañil, para ayudar a su familia a sobrevivir en medio de la miseria y la barbarie impuestas por la tiranía.
Más tarde, cuando la Cuba socialista requirió de sus esfuerzos como integrante del Comité Central y del Buró Político del Partido, o como diputado a la Asamblea Nacional, vicepresidente del Consejo de Estado, o al frente de la Asociación de Combatientes, Almeida siguió siendo el mismo, hecho de raigal nobleza, lealtad inquebrantable a Fidel y a Raúl, y derroche de carisma.
Y es que, sencillo y modesto como pocos, nunca los grados militares ni los cargos políticos mellaron el espíritu sensible del dirigente que solía andar en su carro con la ventanilla baja, o que prefería escuchar de cerca las inquietudes del pueblo, antes que leerse un informe «edulcorado». El mismo Comandante que disfrutaba del mar y de la naturaleza, del canto y la literatura.
Precisamente, más de 300 canciones y una docena de obras literarias forman parte de ese otro legado ineludible del también Héroe de la República de Cuba, en quien confluyeron, en perfecta armonía, el arte y las responsabilidades de la Revolución, tal como lo expresara en su emblemática canción La Lupe: «Y ahora que me alejo/ para el deber cumplir,/ que mi tierra me llama a vencer o a morir,/ no me olvides, Lupita; ay, acuérdate de mí».
En esa suerte de ser poeta y músico, combatiente y amigo, Cuba honra su memoria –a 14 años de su partida física– con su propia convicción enérgica de que ¡Aquí no se rinde nadie!