Como parte del proceso de homologación de vehículos ensamblados por partes y piezas, en La Palma se llevó a cabo, entre el 18 y el 20 de agosto, la inscripción de más de 400 vehículos. Acerca de uno de ellos, muy singular por su hechura, trata la crónica que ponemos a disposición de los lectores.
Me cayó como llovido del cielo.
Lo vi aún en medio del bostezo, borroso a mis pies, cual intruso y mañanero vigilante del consultorio médico en el que, tranquilamente y a placer, gasto los años desde… Ni recuerdo ahora con certeza cuánto tiempo ya.
Urgido de argumentos que me animasen a escribir, habrían sido centésimas de segundo las necesarias para que mi embotado cerebro estableciera lo que entonces creyese genial asociación (ni mucho menos lo es): el alma iluminante de Adalberto Álvarez se encargó de sacarme del habitual marasmo y, antes de lanzar al aire la colilla del bendito primer cigarro, me entreví no viajando a Bayamo en coche, sino a la idílica San Juan de Sagua trepado en aquel triciclo, forastero apenas horas atrás.
Por obra y gracia del sano juicio, acaba de ser habilitado para bajar la Loma de la Yaya, transgredir sin resquemores la prohibitiva frontera del pueblo, y evitarles así a los doce pasajeros que, al desembocar en el Entronque de los Mameyes, a más de un kilómetro de la meta, se oyera la mortificante voz del chofer sentenciando, acaso como un decir, que “¡hasta aquí los cinco pesos, señores!”; esa contraseña que en legítima defensa él se hubiere acostumbrado a recitar.
Café por medio, mi terraza se ofreció horas más tarde para recoger el testimonio del dueño, e igual el de clientes usuales que incluso vieron nacer el riquimbili; rebautizado, en apego al exótico confort, como “el riquitur de Sagua” por la gracia de Gaby, mi hija, y de sus entrañables amigos (los de aquí y los de allá): exhaustos todos -pero chistosos siempre- a la vuelta de su utópica y malograda aventura de conquista al Pan de Guajaibón.
Descubrí muy pronto que el conductor, Irán Martínez Rodríguez, no comparte conmigo la afición de cafetero empedernido que sí evidenciaron los demás. Ante la insistencia de ir directo al grano, con el carisma y la humildad a prueba de balas que caracteriza por generaciones a la gente de tan singular comarca, él me puso al tanto del tema de marras en una eficaz versión simplificada. Le agradecí, impulsado por la premura que me autoimpusiera, asaeteado y obligado a andar a contrarreloj debido a las archiconocidas barreras y calamidades que nos han venido encima a racimos por el errático acompañamiento de la indefectible electricidad.
“Quien empezó allá con esto de los riquimbilis fue mi primo Yoel; creo que por el 97. El transporte era un tremendo lío, sobre todo por las noches. Pero te imaginas: ese que te digo, un día se aparecieron por sorpresa y se lo decomisaron; así sin más ni más”, mirándome fijo. “No vayas a creer que a mí me ha resultado fácil la cosa. Han sido años gastándome el dinero para al final conseguir mi sueño: esa guagüita que ves allá abajo”; y se queda observando, a través de las rendijas de la baranda de celosías, a la gente que se ha ido aglomerando, huyéndole al sol a la sombra de un desnudo.
En verdad, para ser fruto de un hombre que en su marcha solitaria se adiestró en saltar los infinitos escollos, resulta admirable el vehículo. Y afloran en esos instantes en mi mente los tantos decires que han ido consagrando como leyenda la inventiva de los cubanos. La ruta por la que transita varias veces a la semana es montañosa en la mayor parte del trayecto, y, como requisito indispensable, Irán se dio a la tarea de dotar a su medio de vida con un potente motor Isuzu, garantía de seguridad. A la larga lo consiguió.
De los varios sagüeros que hoy se vieran impelidos a recorrer las calles de La Palma, elegimos el testimonio de David Alfonso Rodríguez, primo del protagonista. “Yo soy testigo del trabajo que él le ha puesto a su sueño, desde hace un montón de años. Y te aseguro que hoy por hoy ese carro que está parqueado ahí al frente viene siendo para nosotros la salvación. Nos da tranquilidad saber que, si hace falta salir a plena madrugada, con avisarle tenemos para que se levante de un soplido y a manejar, pa donde sea”.
Hubiéramos hablado muchísimo más: material inédito había para escoger. Pero como en este caso sí se cumple el añejo axioma de que el cliente lleva siempre la razón -y a sabiendas de que la hora de salida pactada había sido prevista para la 1.00 pm-, decidimos de mutuo acuerdo poner punto final a la agradable e interesante conversación. Y bien que lo hicimos. En cuanto desembocamos en la escalera y enrumbé mis ojos al arbusto protector, noté las caras cansadas y las ansias de partir.
En la planta baja que ocupa la enfermera, incluso habiendo disfrutado de la tibia cofradía familiar, también lo habrán agradecido Damaris y María, a contrapelo de la proverbial hospitalidad de Lisvania, dispuesta ella las veinticuatro horas a brindar cobijo y eficaz ayuda a la gente de Sagua: esa tierra prodigiosa en la que un día vio la luz.
Al partir el riquitur, orondo en su marcha acompasada, me sonreía por la ingeniosidad de quienes lo bautizaran así… Y me sentí feliz. Hoy no esperarían los vecinos del Guajaibón -como tantas veces hicieron: en estrés por la incertidumbre, y bañados en sudor- a que al menguar la tarde se asomara la nariz chata del Kamaz de turno en la terminal. Pronto abrirán puertas y se dirán: Hogar, dulce hogar.
Excelente artículo del periodista Juan Arsenio. Sus crónicas son esperadas por todos los pinareños y especialmente por los palmeros. Con su elegante buen decir transmite vívidamente las historias y el ingenio que hacen de los cubanos seres únicos en este planeta. Una vez más Felicidades!