Entre los nombres de los pinareños que han dejado una impronta dentro del arte nacional figura, indudablemente, el de Arturo Regueiro (1925-1999).
Aunque la crítica de arte ha asociado su obra al estilo Primitivista o Naif,y por ende, a figuras de la plástica nacional, cultivadores del modo como Benjamín Duarte, Gilberto de la Nuez, Ruperto Jay Matamoros, entre otros, validar su producción como arte naif es, en cierta manera, no entender la esencia de su arte.
Este creador, de formación puramente autodidacta, se adentró tarde en el universo plástico. Con filiaciones esoteristas, ocultistas, creencias de Rosacruz, incluso con un espíritu anárquico, Arturo creció en una generación de intelectuales que marcó pautas en la cultura del territorio entre ellos: los hermanos Llinás, Heberto Padilla, la familia Herrera Quintán…
Como ávido lector, estudió por cuenta propia a los maestros del arte universal, religión y técnicas del dibujo y la pintura; conocimientos que enriquecieron paulatinamente su producción.
Su obra no nace solo de la creación intuitiva y lo espontáneo como sucede con los artistas primitivos, ni es una obra dada a la plasmación inmediata e impulsiva de motivos y eventos. Sus lienzos son fruto de una sólida y rica conciencia intelectual. Arturo bebe de la pintura religiosa prerrenacentista, del hieratismo y la frontalidad del arte egipcio, de la vanguardia europea de principios de siglo XX, y da vida a un naturalismo “sui generis” que convierte su creación en un arte excepcional.
Sus cuadros se nos develan colmados de símbolos religiosos y referencias mitológicas, con una planimetría y arbitrariedad del color trabajada a capricho del artista, en virtud del concepto composicional de la pieza.
Dotado de un pensamiento y una teología compleja que traspola a sus lienzos, inscribirlo dentro de un estilo sería una labor engorrosa. Su obra es altiva, desafiante, siempre profunda.