Cuando una persona se jubila, seguro que siente una cantidad de sentimientos encontrados. Se marcha del lugar en el que ha pasado la mayor parte de su vida.
Hay trabajadores que acceden al retiro y que destinaron casi siempre más de 30 años a un centro, aunque a veces han cambiado de empleo de una entidad para otra, pero eso no es lo más importante.
Lo que debe ser significativo es que ese hombre o mujer echó una vida entera, la mayor parte de las horas de su existencia, dando de sí para que otro se sirviera de su labor.
Puede ser que se dedicara a limpiar el piso, a fregar o cocinar, a vender en el merendero, a empujar la camilla, a llenar cada mes las nóminas para el pago, a manejar el carro… miles y miles de ejemplos puedo encontrar a esta hora.
También puede que fuera un eminente escritor, científico, un creador que le haya aportado divisas al país, o ideas; un excelente médico, una sacrificada enfermera, técnico de las tantas especialidades, o uno de los maestros o profesores que nos enseñaron a leer y nos dieron las herramientas para pensar y razonar.
En sí, lo que me preocupa es que esos jubilados marchan “al mundo del hogar”, muchos ya cansados, algunos enfermos, pero se van casi siempre con el aprecio que guardan hacia sus compañeros de trabajo y con el apego al oficio que les propició el pan de cada día, y para ser sinceros, en esta profesión que ejerzo, me encuentro con algunas de estas personas que entregaron su vida al trabajo que hoy viven decepcionadas y olvidadas.
No voy a referirme a que muchos lo que ganan es una ridícula cifra en su pensión de jubilados, que si analizamos el alza de los precios en la actualidad, no les alcanza ni para dos libras de leche en polvo en el mercado informal; no, a eso no, voy a hablar de la atención de los centros de trabajo a sus retirados.
En algunos casos, a esas personas que llegaron al ocaso de su vida laboral, les hacen una despedida, a otras ni siquiera eso, y como dice un refrán que nosotros los cubanos utilizamos mucho, “y si te he visto ni me acuerdo”. Jamás, ni el sindicato ni la dirección vuelven a acordarse de ellos.
No nos referimos a objetos ni nada material, hablo de personas, y disculpen si soy dura, pero duele. El otro día me contaron de alguien que fue a su antiguo centro de trabajo y no lo dejaron entrar, ironías del destino.
Un jubilado merece respeto, reconocimiento y atención. A estas alturas, alguien a modo de justificación dirá que no hay para darles algo material, está bien, pero si así fuera en realidad, existen otras formas de hacerles saber que no son entes olvidados.
Ellos merecen ser los primeros en la lista en los momentos buenos, y no ser víctimas de la concepción: “No, ellos no, porque no están activos”. Tristeza da en el alma si alguien se expresa así de quienes en sus tiempos buenos dieron lo que podían de sí.
Sé que hay entidades y centros de trabajo que atienden de maravilla a sus jubilados, así debe de ser, y por favor no se sientan aludidos con el llamado de este comentario.
Insisto, esos que se marchan de su vida laboral con la frente en alto, con el valor que les da lo que pudieron aportar, con la experiencia de una treintena de años, son nuestro espejo; en esa misma imagen nos veremos todos, un día.
Piensen… y busquen en sus lugares de trabajo dónde está la “lista” de los jubilados y quién se ocupa de ellos, y más, quién, al menos, se acuerda.
¡A ellos les debemos tanto! Son parte de la historia de un país, de nuestras luchas, los que a veces de forma anónima estuvieron en los hospitales, en las escuelas, en las zafras azucareras, en el surco de tabaco, en la defensa…
Recordar que ellos guardan una experiencia fabulosa, en ellos anida la sabiduría, y devienen consejeros ideales para los momentos difíciles.