Gracias a la Revolución, hoy somos favorecidos en política de género. Mucho hemos avanzado, sobre todo en la igualdad de oportunidades y conquistas femeninas del espacio público y productivo. A esa lucha, nos volcamos sin distinción de edad, sexo, raza o credo, pero es innegable que aún coexisten estereotipos, herencia del patriarcado, que imponen maneras diferenciadas de pensar, sentir y actuar.
En el plano de las ideas, las prácticas y la cultura, nos queda vereda por transitar para ser un pueblo libre de machismo, pero vale destacar que hemos ganado en sensibilidad y conciencia, visibilizadas hasta en las maneras de comunicarnos. Hoy no nos parece raro que el profesor, director, compañero de trabajo, político o periodista se refiera a niños y niñas, jefes y jefas, trabajadores y trabajadoras y otros discernimientos discursivos.
Sin embargo, ante la COVID-19, pandemia que marca los ritmos de tiempo y actividad actual, las brechas entre los géneros se desdibujan. No se habla de enfermas y enfermos, recuperados y recuperadas, positivos y positivas, diagnosticados y diagnosticadas, asintomáticos y asintomáticas.
Aunque cada mañana recibimos el reporte de la incidencia del virus en cuanto a sexo biológico, es un dato al que no le prestamos importancia, como si solo fueran cifras que engrosan el control epidemiológico y no, también, la consecuencia sobre la salud de los roles que han sido predeterminados por la sociedad para mujeres y hombres.
Hasta el momento, existen registros que indican que, a nivel global, los masculinos tienen mayor vulnerabilidad y mortalidad. En Cuba, en el mes de abril, el comportamiento de la incidencia por este indicador fue irrelevante, en cambio, ellos marcaban el 80 por ciento de los pacientes graves, según reportes del Minsap.
Las razones de tal letalidad están actualmente en el plano de las hipótesis, no obstante, desde las ciencias sociales, estudiosos del tema aseguran que las normas y estereotipos tradicionales y, por ende, el machismo, aumentan la morbilidad de los hombres a la enfermedad.
En nuestra idiosincrasia, entre los designios del desempeño, resalta que la hombría se vive a todo riesgo, lo cual se dispara en épocas de crisis, según afirmó el doctor en ciencias, historiador y antropólogo cubano Julio César González Pagés, fundador de la Red Iberoamericana y Africana de Masculinidades (RIAM).
Desde la adolescencia, el varón empieza a reafirmarse frente a su grupo, para lo cual se le hace indispensable asumir peligros, no temer, consumir alcohol y tabaco. La despreocupación por la salud, desde edades tempranas, aparece en el imaginario como un atributo asociado a la construcción de ser y parecer “macho”.
No son pocos los casos que conocemos que solo asisten al médico cuando es un requerimiento del centro de trabajo. Por generalidad, la respuesta frente al miedo a enfermar no los ocupa en la búsqueda de soluciones, sino que los refugia en otras alternativas donde el estatus no se debilita.
Según las ediciones del Anuario Estadístico de Salud de Cuba de los últimos cinco años, son hombres los que fallecen más por nueve de las 10 primeras causas de muerte. En 2018, por ejemplo, la tasa de mortalidad masculina es superior a la femenina para todos los grupos de edades, con énfasis a partir de los 50 años.
Para el caso del SARS-CoV-2, sabemos que como antídotos fundamentales aparecen el confinamiento, la higiene y la vida tranquila en el hogar, los cuales no cuentan dentro de las motivaciones y preocupaciones varoniles. A propósito, ante la pregunta en la conferencia de prensa el pasado 27 de abril, el doctor Francisco Durán García resumió: “Cuando se trata de temas de cuidados y autocuidados, los hombres llevan la de perder”, designio que surge desde la división social del trabajo y es perpetuado por el machismo.
Por último, otro riesgo derivado del anterior: al hombre, en la tradición, se le atribuye el protagonismo como proveedor de la base material de la familia, exigencia que se suma, sobre todo en las condiciones de tensión económica, a la lista de causas psicosociales que lo expone a la aparición de enfermedades crónicas no transmisibles, las cuales actúan como buenos aliados de la pandemia para hacer sus estragos sobre la salud humana, sobre todo cuando no tienen diagnóstico temprano y seguimiento responsable.
Este análisis solo pretende develar las disímiles formas en que la cultura patriarcal se reproduce socialmente, negándonos la posibilidad de cuestionar su esencia dañina que se legitima como obvia por la fuerza de la reiteración.
La COVID-19 es un enigma que habrá que seguir hurgando. Hasta la fecha, algunas verdades asociadas a su impacto ya pueden ser leídas desde nuestra práctica cotidiana: la sociedad debe pensarse, hacerse y desearse de otra manera, más justa, equitativa, armónica, saludable.
El machismo no está instalado en el ADN. Es una herencia sociocultural que pone en jaque a la vida. Combatirlo es una faena ardua pero esencial. Querer hacerlo es el primer paso, y convertir a la familia en el escenario y núcleo de dicha transformación es, sobre todo, una obra genuina de fe y amor. De humanidad.