Sentado sobre su cámara de tractor, Ismel Labrador Martínez avanzó 100 metros hacia el centro de la reguladora del río San Juan. El agua lucía turbia y amarilla, ya que había llovido mucho esos días, lo cual entorpecía su pesca; pero incluso así lanzó su caña a lo profundo y esperó que algún pez mordiera el cebo. Fue en vano. Nada picaba esa mañana de domingo.
Desde su posición, escuchaba ruidos provenientes del bosque: ladridos de perros, voces de hombres que desandaban la zona conocida como Lagunillas, en busca de un niño de 12 años desaparecido desde las nueve de la mañana del viernes 15 de octubre.
El pescador conocía de vista al pequeño. Sabía que se llamaba Yunior Yoel Verde Rodríguez y que era hijo del señor que chapea los jardines de la iglesia.
Había leído en las redes sociales que el día que se perdió, llevaba gorra y pulóver rojos, pantalón amarillo y una mochila azul y negra.
–A lo mejor me lo encuentro mañana en la presa –le comentó a su mujer la noche antes de salir a pescar; pero fue algo que dijo por decir; por eso le pareció que alucinaba cuando escuchó aquella vocecita en medio de la nada:
–Señor, ey, señor.
La vegetación tupida y las ramas de los arbustos inclinadas hasta tocar el espejo de agua, no le permitían ver quién llamaba. Avanzó un poco más al centro del embalse para obtener otro ángulo de visión y pudo reparar al fin en el ser delgado que le hacía señas desde una orilla.
–Yo le quiero decir una cosa, señor –insistió el dueño de aquella voz peculiar.
–Cómo te llamas, muchacho –quiso cerciorarse Ismel.
–Yunior –respondió su interlocutor y al escuchar aquel nombre, el pescador sintió que congelaba todo a su alrededor, hasta el agua que envolvía en esos momentos sus pies.
–Espérate que ya te alcanzo –le prometió y avanzó todo lo rápido que pudo hasta él.
–Vine a buscar guayabas y me perdí –contó el niño, que insistía en recuperar sus ropas y unas botas de goma regalo de su padre que, según él, le habían robado.
La mamá del infante explicó más tarde que este debió haber olvidado esos atuendos en algún punto del camino, donde se los retiró del cuerpo, con tal de no sentir la molestia de llevarlos mojados encima.
Ismel describe el encuentro con una ternura que estremece:
“Cuando lo encontré vestía solo un calzoncillo y unas medias. Estaba tembloroso y engurruñado en aquel lugar, al que no sé cómo pudo llegar. Tomar ese mismo camino de vuelta con él, para mí hubiera sido imposible a causa del marabú y lo enmarañado que estaba todo; por lo que decidí montarlo en la cámara y avanzar hacia el otro extremo de la presa.
–Yunior, yo soy el que vendía helados en tu seminternado –me identifiqué para que entrara en confianza.
–¿Y el sombrero grande tuyo? – preguntó.
–Ese lo dejé en la casa y este que traigo puesto ahora es el de pescar.
Ismel le ofreció el pan de su merienda, el cual el niño dividió a la mitad, ofreciéndole una parte a su rescatista.
“Me conmocionó mucho que quisiera compartir conmigo en una situación como la que él estaba”, confiesa Ismel y refiere que cuando consiguió devolverlo a tierra y otras manos se encargaron de Yunior, él sintió que se desplomaba de la emoción. Esa noche, cuando se dispuso a descansar, repasó en su cabeza lo vivido esa jornada y no consiguió dormir hasta muy tarde.
LA BÚSQUEDA
“Yo me erizo cuando pienso lo que pasó ese muchacho en el bosque. Este pueblo no tuvo vida mientras anduvo perdido”, comenta Daisy González Mena, recepcionista del PCC municipal y agrega:
“En un momento dijeron: `Apareció`, y la gente empezó a salir con las cosas pa la calle, las calderitas para sonar, tú sabes…pero era falso.
“En la iglesia hicieron una misa. Personas de toda Cuba y hasta de afuera, se preocuparon, hasta que apareció. Qué alegría me dio cuando Lázaro Manuel Alonso lo puso en la revista de la mañana. El recibimiento en el policlínico municipal fue lindo de ver”, concluye Daisy.
Grisel Benítez Estévez, coordinadora municipal de los CDR, habla de cientos de personas movilizadas de forma voluntaria en las lomas de San José para seguir el rastro del travieso:
“Allí estaban además el cuerpo de guardabosques, la brigada de rescate y salvamento, oficiales del Minint y especialistas médicos”, apunta.
Hasta un dron sobrevoló la zona en busca del pequeño, pero este insistía en esconderse entre los arbustos, temeroso de que lo fueran a castigar los guardias forestales por cazar pajaritos.
Con el cuerpo lleno de picadas de insectos condujeron a Yunior al policlínico municipal. Cuentan que bromeó con que los fumigadores debían llegarse hasta las lomas, porque estaban minadas de mosquitos.
En el centro de salud lo recibió el pediatra sanjuanero Sergio Piloña, un profesional extraordinario, a quien la emoción le agua los ojos cuando relata su participación en esta historia.
“La vida durante estos días fue una zozobra constante. Yunior se había escondido porque es un aventurero, como me lo confesó más tarde: `Soy un aventurero de la vida, Sergito` y no creo que haya hecho lo que hizo por maldad, sino por llevar adelante una de las tantas inventivas que se les ocurren a los niños”, refiere el doctor.
“En cuanto supe de su extravío, llamé a su madre muy preocupado, ya que se trata de un cardiópata, que nació con una restricción de crecimiento debido al Síndrome de Rusell Silver y que tiene además una acidosis tubular renal; solo que Yunior es muy batallador, y yo agregaría que muy despierto y eso le permitió resistir bajo la intemperie y sin alimentarse apenas todo ese tiempo.
“Lo cierto es que llegó a nosotros con estabilidad hemodinámica. Su frecuencia cardiaca estaba un poquito elevada, debido al estrés vivido y presentaba deshidratación muy ligera; pero no encontramos nada que comprometiera su salud. De igual forma se hallaba ubicado en tiempo, espacio y persona.
“Creo que lo protegieron las leyes divinas, la solidaridad y el sentido humano y grande de las personas de este pueblo”.
DOS NOCHES DE INFIERNO
Sobre una cama del hospital pediátrico Pepe Portilla, de la cabecera provincial, está sentado Yunior. Lo rodean una decena de doctoras y él se siente todo un príncipe con tantos mismos.
Es extrovertido y gracioso.
–¿Tú no vas a escaparte de nuevo, verdad? –le pregunto.
–No, no, ya se acabaron los paseos. Lo que quiero es irme con papá a guataquear el campo y a reproducir alimentos a ver si me gano un dinero – me contesta él.
–¿Y cómo hiciste para comer y dormir en el medio de aquel campo?
–Comía guayabas verdes y tomaba agua del río y por la noche me quedaba dormido debajo de una palma.
–¿Sentiste frío?
–Sí
–¿Y miedo?
–No –dice risueño.
Tiene la barriguita surcada por picaduras de garrapatillas y mosquitos y los pies llenos de arañazos.
A Viva Elena Rodríguez Hernández, su mamá, la ansiedad no la abandona ni siquiera ahora que puede abrazarlo.
“Estoy como flotando todavía”, afirma.
La angustia se le nota aún en la expresión de la cara y en el cansancio de los ojos.
“Esos días hubo lluvias con truenos y yo no hacía más que pensar en mi muchachito, sin un techo donde protegerse de la frialdad. Fue muy duro, no tengo palabras para explicarte lo que sentí”, añade la señora.
Yerandy Contreras, su vecino de la calle Ramales, en el consejo popular urbano de San Juan y Martínez, asevera haber experimentado la tensión más grande de toda su vida, porque Yunior estaba bajo su cuidado la mañana que desapareció.
“Mi hijo es contemporáneo con él y lo invitó a cazar con nosotros en una vega de San José. Allí instalamos un trampolín: una especie de jaula para atrapar tomeguines, azulejos y negritos”, detalla Yerandy.
Los amigos empezaron a jugar a unos metros del adulto, que los observaba desde su puesto; pero en cuestión de segundos Yunior cruzó un pequeño arroyo y comenzó a internarse monte adentro.
Yerandy corrió detrás de él un largo trecho, dando voces para que el pilluelo se detuviera, pero este siguió su rumbo sin prestar oídos a su vecino, quien finalmente lo perdió de vista.
“Todavía no me creo que ese muchacho haya aguantado tanto, porque lo que se llevó de merienda fue apenas un pomito de agua, otro de jugo de mango y un pan con tortilla”.
Cuando este hombre de labios gruesos y piel curtida por el sol, recibió la noticia de que el chico estaba sano y salvo, respiró aliviado y pudo dormir al fin después de dos noches de infierno.
Supo después, por el papá de Yunior, que hacía tiempo el niño insistía en que lo llevaran a la torre de los guardias forestales. Presume que el deseo de encontrarla, puede haber motivado su travesura.
“Creo que, en la primera oportunidad, deberían llevarlo a conocer ese sitio”, opina.
Entre tanto, Yunior regresa a su hogar. Sonríe inocente al saberse merecedor de tanta atención, sin entender muy bien la magnitud de lo que hizo, o la importancia de su seguridad y de su felicidad para tantos seres humanos, que se conmovieron con su historia, con la aventura del niño sanjuanero perdido en el bosque y rescatado por un afable pescador.
Gracias Susana por está bella historia, de una aventura vivida por ese niño que nos tubo en sigilo a muchos. En este artículo relatas muy bien parte de lo sucedido y logras que el lector, como yo, lloremos de tanta emoción.