Entré por primera vez a Guerrillero con una camisa de yersi color marrón y un pantalón negro de “laster”. No sé si se escriben así los nombres de aquellas telas antiveraniegas de las que no podíamos prescindir porque no había de otra; sin embargo, fue en una época vigorosa. Era febrero de 1984 y acababa de graduarme en la Universidad de La Habana.
Era el tiempo de los “colmillos blancos” japoneses y el Fiat argentino en el ferrocarril, guaguas y coches de trenes con aire acondicionado y prestaciones que por solo cuatro pesos en las primeras y cuatro en el segundo te llevaban y traían de la capital del país cuando quisieras. Sin hablar de los turnos regulares que en las Hino más pequeñas ibas por un poco más de dos pesos. Y así taxis, cafeterías surtidas y tiendas donde predominaba la marca de camisas Yumurí, de poca variedad, pero buena calidad en sus confecciones, incluidos pantalones y otros artículos, procedentes casi todos del campo socialista.
Debo decir que accedí a esas ropas después que empecé a trabajar, porque 20 pesos eran 20 pesos y mientras cursaba mis estudios no era posible. Solo para alimentarme y no pocas noches dormí con el estómago vacío, porque no tenía siquiera 40 centavos para comprarme en la cafetería Sol y Mar un batido de helado a 25 centavos y un disco de queso a 15.
Aunque a decir verdad tenía desayuno, almuerzo y comida garantizados, sin pagar un solo centavo en la residencia estudiantil Lázaro Cuevas, de 24 pisos, conocido por F y Tercera, esquina contigua por esta última calle a la ilustrada Casa de Las Américas. Además, un pequeño estipendio de 15 pesos, con los que podías hacer 10 veces lo que hoy con 15 CUC.
Era la época en que las personas cebaban cerdos con espaguetis, maicena y 20 cosas que vendían en los mercados abarrotados de conservas, carnes de todo tipo, confitería en fin…algo muy cierto y añorado.
Había en la redacción de aquel periódico diario de ocho páginas y tamaño superior al de hoy, un ambiente distinguido por la profesionalidad y el chiste burlón, aun cuando del trabajo se tratase.
Nombres aparte porque no quiero herir sensibilidades. Teníamos incluso una libreta de gazapos en la que figuraban los “desatinos” que cualquiera de los periodistas entonces deslizaba sin querer en una cuartilla que muchas veces nuestro director, Ronal Suarez, nos la sacaba de las máquinas de escribir porque era la “hora de cierre”; que lo mismo podía ser a las 12 de la noche, que a las dos de la madrugada.
Así recuerdo unos “cadáveres de gallina” que literalmente transcribí de un informe de Salud Pública, relacionado con las moscas que pululaban en algún barrio cercano a una de esas granjas en San Cristóbal, o aquella “trascendental” frase de que “las comparsas arrollarán disciplinadamente durante el carnaval…” que escurrió otra colega en una de nuestras páginas…
Desentierro estos pasajes porque no solo en los periódicos o medios de prensa si no en cualquier lugar es posible el error, la palabra inadecuada, el desliz, solo que su corrección en un análisis fraterno puede ayudar a que no suceda otra vez. La humildad y la modestia pueden generar un ambiente sano. Incluso pueden llegar a superar y a revertir situaciones difíciles, hacia proyectos destacados que afloran como casi siempre de un problema.
Hablo de tres décadas atrás. Los que están en esas funciones hoy pueden ser nuestros hijos que, como los míos, alguien ha dicho, se parecen más a su tiempo que a sus padres y sé que los tiempos han cambiado bastante de aquella época hasta entonces, pero no para mal. Quedan muchos valores enraizados en la gente y esos son los que debemos reafirmar o rescatar, sea el caso.
Hoy tenemos a los campesinos, jóvenes y adultos, que han donado alimentos a familias vulnerables e instituciones de Salud en estos momentos cruciales con lo que dan muestra de un altruismo verdadero.
Y a los jóvenes, no precisamente trabajadores sociales, que se encargan de varios ancianos del barrio que, sin familiares aptos para colas, de la bodega de la tienda, entre otros menesteres, no tendrían opción alguna.
¿Acaso no son miles los jóvenes en todo el país que atienden a los enfermos de coronavirus? De hecho, los más adultos están a buen resguardo en sus casas por ser más vulnerables. ¿Es así, o no?
¿Alguien ha conocido un solo titubeo de esos muchachos para enfrentar esta crisis de salud? No. Y tampoco de los adultos de 40 y 50 y pico.
Esa es una verdad que brota todavía en medio de dificultades materiales, y afectivas, aun cuando el estado se ha responsabilizado de que ese personal de Salud esté atendido hasta lo posible. Hablo de afectivo porque muchos de esos jóvenes tienen hijos, familia y en cierto grado dependen de su presencia, entonces otros deben suplirlos durante ese periodo, que en ocasiones se extiende hasta casi un mes de ausencia del hogar.
La otra verdad grande como un sol es el altruismo de miles de compatriotas, la mayoría jóvenes también, que en brigadas internacionalistas luchan contra la COVID-19 en países de casi los cinco continentes, en algunos casos sin cobrar un solo centavo.
Los verdaderos esclavos del dinero pregonan que el personal médico cubano es cautivo del gobierno. Algunos, verdaderamente colonizados mentalmente por delirantes políticas estadounidenses, se han puesto a bailar en “la discoteca” de los rubios de Washington y la Florida y cada día pierden más el paso, porque salen reducidos, utilizados, algo que imagino no interese mucho a personas tan poco decorosas.
Pero es que ni manipuladores ni utilizados sabrán jamás el valor de escuchar improvisadamente su himno nacional en voces hasta ahora desconocidas, de habitantes de los lugares más inesperados, quienes por demás han colocado en una esquina de Turín, por ejemplo, un cartel con una inmensa bandera cubana, con la esfinge del Comandante en Jefe y a un lado y al otro dos lacónicas frases: Bombas no, médicos sí.