En la historia de la Revolución Cubana hay nombres que no requieren demasiadas presentaciones, porque están impresos en la memoria colectiva como símbolos de entrega, coraje y firmeza. Eliseo Reyes Rodríguez, el Capitán San Luis es uno de ellos.
Era el sexto de los 11 hijos del matrimonio formado por los humildes campesinos Marcelino Reyes y Ana Francisca Rodríguez, del pueblo de San Luis, cerca de Santiago de Cuba.
Su carácter inquieto, su aguda percepción de la realidad y su sensibilidad hacia el dolor ajeno lo condujeron, casi naturalmente, a integrarse en la lucha revolucionaria.
Era un adolescente con temple de adulto, que no dudó un segundo cuando el Che Guevara, en plena Sierra Maestra, lo recibió como uno más de los suyos. Fue primero mensajero y cuentan que no había encargo que no cumpliera con rapidez y eficiencia.
El Che al verlo casi un niño, dudó en que resistiera los rigores de la guerra, pero enseguida se dio cuenta de su rapidez en el aprendizaje, razón por la que lo incorporó como miembro de la Columna Invasora Ciro Redondo que se dirigía al centro del país. Enseguida empezaron a llamarlo San Luis.
En medio de la espesura, donde se tejía a tiros y sacrificios el porvenir de una nación libre, se forjó su carácter. Allí aprendió a luchar, a resistir, a pensar en colectivo. Con el tiempo, se convirtió en uno de los hombres más cercanos a Guevara, no por casualidad, sino por entrega y disciplina.
Participó con coraje en la campaña invasora hacia Las Villas, ese cruce heroico que llevó la guerra del oriente al centro del país y abrió las puertas del triunfo revolucionario. Cuando el Ejército Rebelde entró a La Habana en 1959, Eliseo ya llevaba en sus hombros galones ganados en combate. Era capitán, pero no de esos que mandan desde la sombra, sino de los que caminan al frente, con botas en el fango y fusil al hombro.
Poco después, fue nombrado jefe de la Policía Militar en La Cabaña, y más adelante ocupó un cargo clave: responsable del G-2 en la Policía Nacional Revolucionaria. En esos primeros años, donde todo estaba por hacer y por organizar, él fue uno de los que ayudaron a poner orden, sin perder el sentido humano ni el compromiso con los ideales que lo llevaron a empuñar las armas.
Pero si algo marcó a Eliseo fue su vínculo con Pinar del Río. En 1962, fue designado delegado del Ministerio del Interior en esta provincia, y desde entonces, esta tierra lo hizo suyo. Recorrió bateyes, habló con campesinos, acompañó a trabajadores, se ganó el respeto de quienes vieron en él a un servidor público de verdad, de esos que se ensucian las manos junto al pueblo.
Cuando Ernesto Guevara decidió emprender la gesta internacionalista en Bolivia, Eliseo fue uno de los primeros en responder al llamado y bajo el nombre de guerra de Rolando, conocerían de su valor y entrega. Su papel como jefe de la retaguardia fue esencial para la logística de la guerrilla, y su conducta en los momentos más difíciles reveló un temple forjado en la convicción más firme.
El 25 de abril de 1967, durante una misión de exploración, fue alcanzado por fuego enemigo. Murió en combate, como vivió: de pie, con el deber por bandera, con el corazón en la causa de los desposeídos.
El Che que lo conocía como pocos, porque compartieron la manigua, los silencios, los peligros, ese día en su diario de campaña consignaría: «Hemos perdido el mejor hombre de la guerrilla y, naturalmente, uno de sus pilares, compañero mío desde que, siendo casi un niño, fue mensajero de la Columna 4, hasta la invasión y esta nueva aventura revolucionaria; de su muerte solo cabe decir, para un hipotético futuro que pudiera cristalizar: tu cadáver pequeño de capitán valiente ha extendido en lo inmenso su metálica forma».
Vivió con la intensidad de quienes no desperdician ni un minuto.
No llegó a viejo, pero vivió con la fuerza de los que arden por dentro. Cada etapa de su vida fue un acto de entrega.