Hace mucho que no pone maquillaje en su rostro, en una gaveta está guardado un lápiz labial rancio y un poco de polvo facial anquilosado en la base circular metálica de lo que antaño fuera un vistoso estuche, la superficie negra muestra rayones donde hubo un dibujo dorado y el espejo agrietado le devuelve la imagen quebrada y burlesca de su cara, haciendo visibles las heridas que día a día se empeña en disimular.
Ya no recuerda la última vez que se compró algo para sí, tampoco puede precisar cuándo fue que sus acciones estuvieron impulsadas por satisfacción personal y no apremiante necesidad de solucionar problemas de otros o incluso propios, pero le cansa que todo sea porque hace falta y no por deseo o placer.
No sabe cómo romper con la cadena de «es lo que hay», » no queda de otra», » hasta aquí llegó la sábana»… y frases similares, empleadas para la aceptación de la realidad y cortar en seco cualquier expectativa familiar de vencer la poquedad, esa que vino a vivir con ellos, sin ser invitada, llegaba a destiempo, sin avisar y se fue quedando, no pidió permiso; sin embargo, cada vez era más frecuente encontrarla, primero silenciosa, discreta, escondida en los rincones; luego dueña de sí, desvergonzada, ofensiva, injuriante…
Así fue eliminando cada rastro de bonanza; dejando lo indispensable; menguando el ropero, la zapatera, la despensa; y las veces que indiferencia, creatividad, alternativas e innovación le vencieron, poquedad no se marchó, apostando por la finitud de los otros y su capacidad de regeneración, más y mejor, mientras menos y peor fuera para el resto.
Recibió innumerables escobazos: extensores, pluriempleo, remiendos, transformación, carbón, candiles, tizanas, reciclaje…
La mayoría de las veces los golpes fueron propinados por mujeres, poquedad no entendía cómo manos resecas, carentes de cuidado, sostenían con tanta destreza aquel mazo, con él la azotaban, arrinconaban y espantaban…
Con lágrimas en los ojos, transidas de dolor, cuando creían que iban a desfallecer y no podrían seguir, las vio erguirse sobre sus escuálidas fuerzas y reiniciar el combate, azuzadas por la mirada de un hijo, un padre, el abrazo del esposo y por ellas mismas, que no aprendieron a rendirse, no están listas para renunciar a esa posibilidad de que el sacrificio de hoy se mute en esperanza mañana; si por genética crean vida, por voluntad la preservan, haciendo de la ternura y abnegación talismanes.
Las mujeres cubanas se han hecho expertas en multiplicar panes y peces, como si estuviesen dotadas de poderes divinos; en deshacer las penumbras del hogar a expensas de su luz; son ingenieras químicas, diseñadoras, psicólogas, enfermeras, innovadoras natas que logran soluciones con las que ellas mismas se sorprenden.
Tienen días tristes, momentos en que invocan y descienden entre blasfemias e improperios a santos, deidades y cuánto humano crean responsable de sus penurias, jornadas en que poquedad las vence y con el pecho hendido de pena no logran mitigar las carencias materiales ni disimularlas en el hogar, pero incluso tras una noche sin descanso, abanicando a niños o enfermos en medio de un apagón, con el amanecer empiezan a dar combate para adjudicarse victorias, y son esos pequeños triunfos cotidianos los que les colocan el rejuvenecedor brillo en su tez, los que resguardan la belleza y encantos femeninos de su cuerpo.
Es cierto que no todas las mujeres cubanas tienen que foguearse entre escasez y aritmética, pero para muchas, demasiadas, estas líneas pueden tener un matiz autobiográfico en el que se sientan representadas, por eso, este ocho de marzo, no hagamos de la conmemoración una celebración idealizada.
Tenemos derechos y ventajas con respecto a otras en muchas partes del mundo, pero no es suficiente.
Por los roles de cuidadoras, madres, trabajadoras, hay mucha carga sobre hombros de mujeres, para esas que ponen cara a la poquedad y se vuelven fieras para proteger a los suyos, una felicitación especial, y que el próximo ocho de marzo se encuentren entre flores y felicitaciones manojos de prosperidad.