-Viejo, hace falta salir a la calle para resolver algo para poder cocinar, comentó Elda con voz pausada y temblorosa casi al despertar, mientras que su esposo, tras el último bocado de un pan diminuto, se alistaba para salir a la calle.
-Sí, hoy verás que ese asunto se resuelve, respondió el hombre seguro de que el día le iría bien.
Gestiones, preguntas, averiguaciones y promesas vacías interactuaban con Venancio, y pasaban a través de él cual desesperanza, no podía llegar a su casa otra vez sin un saco de carbón. La necesidad de apertrecharse con el mismo era vital para poder elaborar, al menos, el poco de arroz restante de la cuota del mes antepasado, y algunos huevitos que los vecinos les regalaron.
Debido a los déficits energéticos del momento, la cocción de alimentos con vías alternativas era vital, pues no podían confiar más en que hubiese corriente en los respectivos horarios picos.
Venancio sabía que ya la leña no era una opción, sus pulmones de agresivo fumador no resistirían otro “round”, y el médico de su consultorio lo había alertado al respecto. En cambio, a Elda le era sumamente difícil encender y avivar los viejos tizones.
El sudor de su frente y su ropa pegada a la espalda mojada evidenciaban su trasiego y el avanzar del día.
“El buen carbón… vamos que se acaba”, escuchó en la otra esquina. Sus botas apuntilladas y remendadas “corrieron” en busca del pregón… Al fin, pensó, ya no tendremos problemas.
Justo antes de llegar el pregonero levantó su voz otra vez… “Vamo’ el buen carbón a 1 500 pesos, vamo’ que se acaba”. Venancio quedó inmóvil frente a los bueyes, solo contaba con su exigua chequera.
-¿Qué pasa puro?, preguntó el vendedor. ¿No le alcanza? Venancio continuaba apretando la mano dentro de su bolsillo.
-Vamo’ puro, que aquí estamos para ayudarnos. ¿Cuánto tiene ahí? Es más, se lo rebajo para ayudarlo.
Venancio ni lo pensó, estiró su mano y le dio toda su “chequera” al vendedor. Este último contó los billetes y regresó la mirada al anciano.
-Tome puro, no pasa nada, le dejo el saco en 1 100. Yo tengo abuelos, comentaba mientras devolvía el resto del dinero.
Con “ayuda” de un bicitaxi consiguió llevar el saco al hogar. -Vieja, gritaba contento, ya tengo el saco de carbón. Ya podemos hacer la comida si se va la corriente, sonrió.
Ya de tarde, sentados en el portal y conversando sobre la vida, ella indagó por el precio del carbón. Él estiró su mano y le dio el dinero que había quedado. Sorprendida, Elda le volvió a preguntar, y orgulloso él le contestó:
-Todavía hay jóvenes de bien. Ella sonrió, pues en sus manos estaban los 416 pesos sobrantes, dinero con el cual deberían hacer malabares para enfrentar el mes en curso.
Aunque no son sus nombres reales, esta historia bien pudiera ser la de cualquier pareja de ancianos que sobreviven con solo una chequera, y que, de llegar los mandados a la bodega, logran “escapar” revendiendo los cigarros y el café.
La moraleja de esta historia es que siempre es poco lo que se haga, lo que hagamos para proteger a nuestros ancianos. En ellos va un mar de sabiduría, de experiencia, de conocimientos, de bondad infinita. Ellos nos forjaron el futuro, y ahora es nuestro turno de retribuirles, de, al menos, allanarles su último trayecto.
Subvencionar pagos, mejorar ingresos, proponer capacidades y puestos de trabajo a quienes en esa tercera edad aún se sientan fuertes física y mentalmente, así como ofrecerles bienes y servicios a costos diferenciados y privilegiados sería un muy buen primer paso.
Tanto desde las instancias gubernamentales como desde el sector no estatal y la comunidad deben valorarse y buscarse opciones para proteger la ancianidad.
Resulta imperante trazar agendas, planes a corto y mediano plazos que coadyuven a una mejor calidad de vida de un sector poblacional que hoy está en crisis. En este sentido, manos amigas nunca sobran.