De nuestros antecesores heredamos, temprano y bien, la certeza de que guerra avisada no mata soldado. Lo escuchamos cuando niños, casi siempre anexado a alguna historia del barrio, como aquella locura que hizo la hija de Pepe y le salió tan cara, y lloraba arrepentida mientras el padre le gritaba en franco desespero: “Te lo advertí. ¡Yo sabía que esto iba a pasar!”.
El ejemplo, simple estratagema de la imaginación, no tiene otro fin que el de provocar la necesaria reflexión en torno al costo de la testarudez, cuando hacemos caso omiso a las señales, datos del contexto o criterios de expertos que tienen la responsabilidad de conducir los procesos de los que formamos parte, en nuestra condición de seres sociales.
A pesar de la fuerza cultural del refrán, hago notar la pérdida de su poder frente a la prueba impuesta por el confinamiento. La guerra del nuevo coronavirus, a pesar de tanto aviso, no ofrece peligro para quienes se aglomeran horas, con nasobuco al cuello, en la gestión de productos imprescindibles a la vida, considerando esa amplia gama de la subjetividad, donde “la primera necesidad” puede ir desde jabón hasta malta.
La desobediencia actual frente a la COVID-19, que ya casi vencemos, puede llevarnos a retroceder en caso de rebrote, con su consecuente estrago para la salud de los cubanos y la economía del país. En estos momentos, la familia debe reforzar las medidas sanitarias y retomar su labor educativa y de planificación para satisfacer los motivos de sus integrantes.
Basta ya de entender la funcionalidad familiar asociada a la garantía de bienes de consumo. Basta de establecer, dentro de casa, las jerarquías en función de los aportes materiales que cada persona haga a los fondos comunes, estatus que ubica en la vanguardia del poder y la toma de decisiones a los adultos económicamente activos, en detrimento de ancianos, niños y jóvenes, a quienes se les reitera: “¡Qué sabes tú lo que es buscar dinero y comida para esta casa!”.
En esta pérdida de autoridad que deriva de las cadenas de mando, ostensibles en algunas familias extensas durante la convivencia 24 horas, hay explicaciones para conductas de riesgo frente al Sars-Cov-2, sobre todo de personas mayores que se aglomeran por largas horas, cual guerrero le pone el pecho a la bala en la primera fila del combate.
Es lamentable que los de este grupo poblacional, con tanto esfuerzo del Estado por protegerlos desde la labor educativa, hoy estén exponiéndose sin saber a ciencia cierta si es por evadir su realidad o por la necesidad de sentirse útil y recobrar poder desde el aporte a la actividad primordial: comer.
En otro orden, hay para quienes la calle, o la cola que fue a lo que se redujo el espectro público, se ha convertido en el terreno donde conquistar un dominio que no pueden disputar en casa: el último, detrás de quién va, los tickets, los productos que sacarán, la cantidad que despacharán, son parte de los menesteres a los que se enfrentan con obsesiva frecuencia.
No hay dudas del disfrute que les provoca estar en tierra de nadie, entre personas no conocidas con las que es legítimo, por la situación incómoda en sí misma, empatizar o perder el control y la capacidad de tolerancia. Vivir las colas como rutina lleva al individuo a desplegar variados mecanismos que pueden ir desde la intimidación y especulación hasta el uso de la violencia y fuerza, contagiándolo de una carga negativa que proyecta, ya de vuelta a casa, a través de irritabilidad, hastío o resentimiento.
Se sabe que los adultos tenemos el deber de producir la base material y, por tanto, estas líneas no se inspiran en quienes hacemos colas de forma eventual, para responder a una necesidad concreta, sino en los que la colocan en el epicentro de la cotidianidad, bajo pretextos de «no me queda otro remedio» con ausencia de crítica sobre la gratificación implícita que les producen.
Lo cierto es que las tensiones económicas, bajo ningún rodeo, nos pueden llevar a la pérdida del sentido real de la existencia humana y menos hoy cuando es preciso mantenerse alertas en el embate final a una pandemia que ha cobrado tantas vidas.
Es el cubano un pueblo informado que, en esta coyuntura, ha estado pendiente al parte diario del doctor Francisco Durán García y preocupado por la incidencia del virus en el mundo, país y sus territorios. No obstante, es por presión de la legalidad que nos ponemos hoy el nasobuco para salir a la calle, pero ya guardamos en el cuarto de desahogo el frasco de hipoclorito de sodio y la distancia física parece ser una vieja pesadilla.
Cabría preguntarse: ¿Lo que nos preocupa es la acusación legal por propagar epidemia o contraer el SARS -Cov- 2? ¿Reaccionamos los adultos, en la nueva etapa, por el imperativo de la ley o por el efecto de conciencia, información y compromiso social? Estas y otras preguntas están pendientes al debate, si aspiramos a que la COVID-19 nos deje lecciones para la vida en colectividad.