En la Historia de Cuba, pocos nombres evocan tanto respeto, cariño y admiración como el de Celia Sánchez Manduley. Nacida el 9 de mayo de 1920 en Media Luna, provincia de Oriente, fue más que una figura central de la Revolución Cubana: fue su corazón, su sensibilidad y su esencia más genuina. A menudo descrita como «la flor más autóctona de la Revolución», su vida fue una oda al compromiso inquebrantable con los ideales de justicia y libertad.
Hija del médico rural Manuel Sánchez y Acacia Manduley, Celia creció en un ambiente donde se respiraba un profundo amor por la tierra y un sentido de responsabilidad hacia los más desprotegidos. Desde temprana edad, mostró un carácter fuerte y una sensibilidad especial hacia las desigualdades sociales. Su vida en Media Luna, rodeada por la exuberante naturaleza de la Sierra Maestra, marcó su carácter y sembró en ella un amor inquebrantable por Cuba.
Celia encontró en las ideas revolucionarias el camino para transformar su entorno. Inspirada por la lucha de figuras como José Martí, dedicó su juventud a trabajar por el bienestar de su comunidad, organizando campañas de alfabetización y ayudando a los campesinos. Con el golpe de Estado de Batista en 1952, su compromiso se transformó en acción, y Celia se unió a los esfuerzos que buscaban derrocar al régimen.
Celia no solo fue una guerrillera decidida, sino también una estratega impecable. En 1956, tras el desembarco del yate Granma, asumió un papel crucial en el apoyo logístico al Ejército Rebelde. Desde la Sierra Maestra, organizó redes de suministro de armas, alimentos y medicinas, al tiempo que mantenía una conexión estrecha con los campesinos de la zona, quienes veían en ella a una aliada confiable y solidaria.
Su relación con Fidel Castro fue clave para el éxito de la Revolución. Celia no solo fue su confidente, sino también una consejera estratégica. Juntos, compartieron la visión de una Cuba libre y soberana, trabajando codo a codo en los momentos más difíciles. Fue ella quien coordinó el establecimiento de campamentos rebeldes y garantizó la seguridad de los líderes revolucionarios, mostrando una capacidad organizativa extraordinaria.
Tras el triunfo de la Revolución en 1959, Celia continuó desempeñando un papel esencial. Como secretaria de la Presidencia, estuvo al frente de múltiples proyectos sociales y culturales, siempre con el objetivo de mejorar la vida del pueblo cubano. Desde la construcción de hospitales y escuelas hasta la preservación de sitios históricos, su huella está presente en todos los rincones del país.
Sin embargo, más allá de su papel político, ella destacó por su humanidad. Era conocida por su cercanía con la gente, su atención a los detalles y su capacidad para escuchar y actuar. Mantenía una relación personal con los campesinos, los trabajadores y las mujeres, promoviendo su participación activa en la construcción de la nueva sociedad.
Falleció el 11 de enero de 1980, pero su legado sigue vivo. Su vida representa la combinación perfecta de firmeza y ternura, de lucha y sensibilidad. Su amor por la naturaleza, expresado en la protección de parques y paisajes emblemáticos, y su dedicación al bienestar de los más humildes, la convierten en un símbolo de la Revolución y un ejemplo para las generaciones futuras.