José Herrera Ramos, Cheo, como lo conocen desde hace más de nueve décadas, tiene 103 años cumplidos. Y lo dice así, como si vivir más de un siglo fuera fácil. Para quien el trabajo y los golpes de la vida le han enseñado que poner un plato en la mesa o ayudar a su madre era igual a romperse la espalda y trabajar la tierra de sol a sol desde que tenía siete u ocho años, llegar a esta edad es una hazaña.
Pero Cheo no piensa en el fin: piensa en las tantas cosas que ha hecho desde que vino al mundo, según él en un lugar que no aparece ni en el mapa. “Nací en La Toya. Eso queda de El Guayabo para atrás”, nos ubica.
“Allí solo viví unos cinco años porque mi padre murió y dejó seis hijos. La mayor era una medio hermana y cinco carnales. Mi mamá era pobre y tuvo que dar su prole a sus hermanos para que la ayudaran con la crianza de los muchachos, la más chiquita estaba de pañales todavía”. Después su mamá se volvió a casar y tuvo otros dos hijos. Una de ellas vive aún.
“Yo me fui a vivir con unos tíos en Río Feo. Ella se llamaba Dolores, y le decían Lola, y su esposo era Sandalio Pita. Me criaron como a un hijo. Empecé a trabajar siendo muy niño y en cuanto crecí un poco y fui un jovencito regresé con mi mamá, para poder ayudarla. Para ese entonces ella limpiaba en una casa.
“En la tierra sembraba lo mismo yuca que boniato, y mi primer pantalón me lo compré con 75 centavos que me gané ensartando tabaco. Eran tiempos muy duros, de mucha hambre.
“Después fui conductor de guagua. Cuando pude comenzar como chofer, en el año ‘39, cogí la ruta Pinar del Río – San Juan y Martínez y ahí me mantuve la mayor parte del tiempo hasta que me jubilé”.
Cheo se ayuda de su hija Rosita para dialogar. Es difícil entender a esta periodista que habla y pregunta detrás de dos nasobucos y una careta. Pero la familia lo cuida como “gallo fino”, porque los casos de COVID-19 son muchos y “cualquiera pasa un susto”.
De pronto Cheo sorprende con una décima para resaltar sus dotes de enamorado, esas que nadie puede achacarle a la edad, “porque de joven las muchachas me corrían detrás, asegura”.
“Apenas tenía que hablarles, solo las miraba y con eso era suficiente”, dice orgulloso, y sus ojos azules vidriosos explican que eran ellos los encargados de cumplir el resto del galanteo.
Hace un silencio y declara: “Una vez me llevé a una muchacha mucho más joven que yo, como 10 años. Era linda, lindísima”. Entonces mira a su hija y dice: “Era su madre y nos faltó hace unos años. Tenía unas fotos viejas con ellas y me las robaron. Un día se nos metieron en la casa, me llevaron 200 pesos y las fotos”, dice pesaroso, como a quien le arrancaron el último recuerdo de su amor.
Rosita confiesa que la pérdida de su mamá fue un golpe muy duro para él. “Sin embargo, ha sido fuerte y se ha repuesto”, reconoce.
Indago sobre los robos y Cheo, a quien encontré en el portal de su casa burlando el calor de estas tardes de septiembre, contesta:
“Dos veces se me han metido aquí. Se perdieron las fotos y el dinero, y la otra vez se llevaron la camisa y un par de zapatos nuevos, pero bueno, tengo otros negros ahí y yo de aquí no salgo. Antes iba a jugar dominó con unos vecinos, pero ahora ya no se puede”.
Cheo estuvo en la zafra de los 10 millones y recuerda cómo “muchos fueron a trabajar y otros tantos a comer y a pasarla bien”. A su regreso había quedado excedente en el trabajo y tuvo que dar un sinfín de carreras para resolver el asunto hasta que volvió al timón.
Con los años vio crecer a su familia hasta llegar a tres hijas, seis nietos, siete bisnietos y dos tataranietos.
“Aquí ha habido tiempos malos y tiempos buenos, pero los malos a uno no se le olvidan. Ahora me subieron la jubilación a 1 600”, y lo dice contento.
Es más de lo que cobró siempre, le digo, y responde: “Así es, pa’ que tú veas”.
No hay fórmulas para llegar a los 100 años, mucho menos para sobrevivirlos. Cheo, que no toma ningún medicamento (ni para la presión), se queja porque los pies se le inflaman y le pesan mucho.
Nunca se levanta antes de las 10 de mañana y a esa hora desayuna “con un buen vaso de leche”. Alrededor de la una de la tarde almuerza y come casi a las nueve de la noche.
Rosita explica que siempre come ligero, un soponcito de arroz o un poquito de arroz y leche, entonces le refuerza los almuerzos. Se queda viendo el televisor hasta tarde, preferiblemente el béisbol u otro deporte. “Ah, y el noticiero y Palmas y Cañas los domingos no se los pierde”, comenta su hija.
Antes de acostarse a dormir cerca de la una de la madrugada come algo, eso es religioso, otro vasito de leche o refresco.
Pero Cheo acumula algunos “resabios”, por eso se empeña en bañarse solo y a puerta cerrada “porque las creencias con las que creció no le permiten que su hija lo vea sin ropas”.
Y si llamas por teléfono saldrá él, porque su hija habrá tenido que hacer alguna diligencia o alguna compra de varias horas en el quiosco para después volver junto a su anciano. Pero dará los recados al dedillo.
Cada vecino lo saluda, a casi todos los vio nacer o conoce desde muy pequeños. Desde la acera lo llaman todo el tiempo, porque Rosita ha sido bien estricta con la entrada de las personas a su casa desde que empezó la pandemia.
En su casa del Hermanos Cruz, reparto donde ha echado la mayor parte de su vida, pasa los días entretenido con el ir y venir de la gente. Rememora cómo ese sitio estaba lleno de lagunas que hubo que rellenar para poder construir los edificios.
Y así, haciendo selección en su mar de recuerdos nos habla de su viaje a Varadero, ese que se ganó por su trabajo con los gastos cubiertos, y de cuando se fue hasta Santiago de Cuba, solo para dar el viaje y conocer el oriente del país.
Después de otras tres décimas, le hemos pedido que se acicale para la foto, como si a sus 103 pudiera quedar mal de alguna manera. Pero sus ojos azules vidriosos han ayudado, son los mismos que en su juventud lo socorrían en las conquistas y ahora continúan igual de limpios y expresivos. Bien se ha dicho que los ojos no envejecen y son el espejo del alma.
Los de Cheo delatan sus años y experiencia. Encierran lo mucho que ha trabajado y los miles de kilómetros que recorrió una y otra vez entre Pinar y San Juan.
Esta provincia, la cuarta a nivel de país con mayores índices de envejecimiento poblacional, tiene sus deudas con sus ancianos, pero en medio del actual contexto epidemiológico no puede más que agradecer a los miles de hijos y nietos que hoy cuidan de sus adultos mayores para evitar que se enfermen.
Sirva esta entrevista a José Herrera Ramos para probar que la protección y bienestar de los ancianos está en las manos de todos.