Braulio Rodríguez no fue de las personas que pasan inadvertidas, tampoco está en el campo de los inmortales; le llamábamos Chiche el catcher. Muchacho aún, comenzó a abrirse paso en el trabuco de las Minas. Después emigró a Santa Lucía, donde también jugó. Alcanzó una longevidad deportiva digna de admirar. De niños lo veíamos con los mayores, después jugamos juntos; saque usted la cuenta.
Nos proporcionaba seguridad por su experiencia. Era, pudiéramos decir, un temba beisbolero por encima de nuestro nivel, que se desempeñaba con todas sus fuerzas, sin perder el criollo y descarnado humor, que a veces rayó en negro. Aquel brazo de fuerza y precisión llegaba temprano a las almohadillas. Fue, lo que podemos decir, un jugador inteligente, se las sabía todas.
Su envidiable carácter nos contagió. Al bate no fue segundo de nadie, daba gusto verlo coger el madero corto, cuando todavía no estaba generalizada esa modalidad para batear hacia diferentes ángulos, preferentemente al jardín derecho. Jugó dos temporadas en las Series Nacionales.
No fue tomador, alguna que otra vez lo embullamos, pero dos cervezas le hacían daño. Tuvo el vicio del amor, de cuanta mujer conoció. Una, por muchos años, se lo llevó para las tierras agramontinas, los mismos que dejé de verlo. No pensaba en las consecuencias, decía que solo se vivía una vez. Por aquellos rumbos dejó de existir hace algún tiempo.
En una ocasión, la Dirección Municipal del Inder lo nombró manager-jugador. Hacía tiempo yo ocupaba el tercer turno, algo así como un bateador de confianza. Pues bien, en el primer juego me ubicó octavo. Nada dije, otros lo hicieron, incluso los aficionados; esa tarde bateé bien. Se justificó: –Ya ves, por eso te puse octavo, para que abrieras tanda y los pitchers se confiaran. Si todos hicieran lo mismo, nunca perderían.
No recuerdo si maldije o sonreí, lo tomé como una «Chichada», le contesté que hizo bien. Entonces sentenció que para el segundo juego volvería a mi turno. Cuando me vio desconcertado, dijo que ya no podía esconderme en la alineación para sorprender al rival. ¿Por qué octavo bate? ¡Cualquiera sabe!
Para no cansarlos, contaré la mundial. Dos buenos lanzadores con somatotipo ideal para la división de los 67 kilogramos, se liaron a pescozones en un entrenamiento para la Serie Nacional. Pocos observadores, él entre ellos. Alguien reclamó la presencia de la dirección del equipo. Se hacían daño y la algarabía subía de tono, hasta que llegaron los jefes y las aguas tomaron su nivel.
–A ver Chiche, tú que eres el mayor ¿qué pasó aquí? Silencio total.
–Vamos compadre, que tú eres testigo.
–No, yo no soy testigo.
–Pero si estabas aquí mismo, todos dicen que lo viste. Tú sí eres testigo. –Le digo que no, que yo no soy testigo…
La conversación parecía no terminar. Los más asombrados eran los implicados en tan lamentable hecho.
–Tienes que hablar, eres testigo, sentenció la voz más autorizada.
–Les digo que no, yo no soy testigo ¡coño!, soy revolucionario. Óiganlo bien, revolucionario.
Colofón para un difícil trance. Ni la religión ni la política tuvieron que ver con los hechos, pero Chiche el catcher se encargó de traerlas a colación.