No hay un propósito efectista en el título de este comentario, sino imagen viva de la esencialidad poética de la Gran Dama de América: me refiero a Dulce María Loynaz, la premio Cervantes, que tanta simpatía mostró por Pinar del Río.
Su obra literaria responde, precisamente, a esa condición de fineza y exquisitez, que sin falsa retórica, conmueve con una intensidad y temperatura lírica incomparables. Mañana 27 de abril se cumplen 27 años de su muerte, pero ahí está su legado creativo y cada día su obra cautiva de manera más sorprendente.
Hay en esta una extraña simbiosis de fuerza y delicadeza, una desnudez de palabras y de alma, que revelan enseguida la maestría en el manejo del idioma español, lo cual se manifiesta a través de una decantación en el empleo de sus recursos y un poder de síntesis, expresado como sobriedad y mesura.
Cuánto cuidado y contención a la hora de utilizar los adjetivos, cuánta precisión al escoger los sustantivos y los verbos, todo se justifica en su léxico y su sintaxis para escapar del superficial adorno y la mera pose. Por eso su poesía convence y penetra en nuestro mundo interior: nos toca como flechazo que hiere y alimenta.
No intento -sería muy descabellado- recorrer su fecunda producción estética en estas líneas. Bastaría ejemplificar la caracterización anterior con estos versos tan repetidos de sus Poemas sin nombre:
“¿Y esa luz?
-Es tu sombra…”.
La reticencia lograda con los tres puntos suspensivos finales pudiera resultar paradójica, al significar lo mucho que se puede añadir, aunque es innecesario. Como apunta en su prólogo el destacado escritor César López: “…el lector encontrará en estos textos, claves deleitosas que pueden arrojar más luz, y también más sombras, ¿por qué no?, a la tensa y bien tramada creación de la poetisa”.
Ese acento íntimo y elegíaco se percibe muy bien en Últimos días de una casa, el cual construye una atmósfera llena de símbolos que mediante el leitmotiv del silencio multiplicado llega a comunicar magistralmente ese paralelismo entre el espacio en que habita y su mundo subjetivo. Ella misma es su casa, casa que tiene ventanas por donde entra la vida. Así se nos presenta el tan llevado y traído ostracismo:
“Y es que el hombre, aunque no lo sepa,
Unido está a su casa poco menos
Que el molusco a su concha.
No se quiebra esta unión sin que algo muera
En la casa, en el hombre… O en los dos”.
Logradísimo símil que funciona como presagio del trágico final y se centra como núcleo semántico de todo el poema.
Por otra parte, La Loynaz posee también una destacadísima obra en prosa, entre la que sobresale la novela Jardín, en la que parece que se borran las fronteras entre lo épico y lo lírico, a modo de feliz transgresión.
Una arista muy singular en su estética es el concepto y el tratamiento del tiempo, el cual se muestra en su decursar y va haciendo brotar la palabra en un ejercicio que solo ella sabe controlar. Junto a él, el tema del amor y la soledad son recurrencias que le imprimen un inigualable sello a su decir.
Y en este universo no podían faltar sus vínculos profundos con la cultura de su país y de lo hispánico en general. Evidente y manifiesto concentrado de cubanía es este:
“Isla mía, Isla fragrante, flor de islas; tenme siempre, náceme, siempre, deshoja una por una todas mis fugas”.
Leamos a Dulce María, y sabremos de verdad lo que es POESÍA.