El diciembre que recuerdo de mi niñez tenía mucha magia, llevaba la alegría de las celebraciones, el frío amigable de los finales que se esperan, esa expectativa de vacaciones, con cenas, bebidas de espuma, bailes y dulces siempre incluidos.
Estaba marcado por las fuertes ansias de que llegara enero, para felicitar y ser felicitada en los cumpleaños familiares, el Día de los Reyes Magos, y la cosa especial que tienen los comienzos.
Además, las ganas del rencuentro con los amigos en la escuela, las historias de las fiestas y los momentos en casa, porque cuando se es pequeño, no perdemos mucho tiempo sacando cuentas ni pensando en lo que realmente escapa a nuestro control. El futuro son las próximas 24 horas y ya, sin grandes expectativas.
No obstante, la infancia es finita, y ahora sé que estos últimos 31 días no son solo la antesala de mi etapa favorita. Es un mes que invita a sacar cuentas, acto semejante a tachar puntos en una lista que casi nunca está escrita en papel o a mano.
Pensamos en lo hecho, los sueños cumplidos, las metas alcanzadas, lo que fue positivo y también lo negativo, en busca de un balance que sea la base sobre la cual trazar lo que debe ser el próximo año.
En esas proyecciones es donde se anida la ilusión. Es común el pensamiento de que el futuro, aunque incierto, deber ser siempre mejor, el espacio en el que sí podremos hacer lo que queremos.
Los sueños compartidos desde las individualidades son los que nos unen en el camino de edificar una realidad más nuestra, más próspera, por ejemplo: progresar en el trabajo, ser considerados, cuidadosos, dedicar mayor tiempo a la familia, estudiar.
Son esas aparentes “simplezas” que no encabezan la lista de los grandes deseos como bajar de peso; viajar por el mundo; ser correspondidos en el amor, famosos, millonarios, pero igual están las que nos llevan al desarrollo espiritual, a la satisfacción personal de saber que estamos haciendo lo correcto.
No todo requiere gastos ostentosos ni grandes cantidades de dinero, el regocijo puede encontrarse en lo cotidiano, en saberse útil por el simple hecho de hacer bien lo que nos toca, y es ese un importante pilar sobre el cual construir la dicha.
El concepto de felicidad tiene tantas acepciones como personas han estado dispuestos a definirla, e independientemente de ello, existe el consenso que alcanzar el nirvana no es una ruta en solitario.
Quizás sea ese el principal motivo para aprovechar esta época reflexiva y plantearnos como propósitos de año nuevo el ser menos egoísta; aprender a pensar en un nosotros, con respeto y dedicación, a veces basta con no hacer mal para marcar la diferencia.
La esperanza precisa de construcción y cuidado. Esta realidad la convierte en un escudo para afrontar cada nuevo desafío, por lo que no debe nombrarse en vano, mucho menos invocarse al igual que una plegaria, con la ilusión de que eso baste para solucionar el problema.
Ojalá, que proviene de una invocación antigua, del idioma árabe y significa “Dios quiera”, queramos también transformar la fe en acción, dejar de esperar por el mejoramiento humano y comenzar a ser mejores, parar la expectativa por un cambio y convertirnos en los actores del cambio.
Cierto es que un palo no hace monte, pero cada palo forma el monte. Entonces tratemos de poner el máximo esfuerzo, así cumplimos lo que queremos, y en el equilibrio universal de dar para recibir, construimos un lugar bonito en el cual poder ser.