Pinar del Río.–Vienen a mí con los brazos abiertos, como si me conocieran de siempre. Llegan y el más pequeño se me abraza a las rodillas, otro me pide que lo cargue, otro me pregunta si es verdad que a los niños que se chupan el dedo les pasa algo malo.
«Mira mi cama», «mira mi pistola», «mira, ventiladores que se encienden cuando se va la luz»… Y uno que anda apremiado por el tiempo, porque en el periódico esperan este reportaje, no puede dejar de complacerlos y de mirar sus juguetes, y de cargarlos, y de contarles que no es bueno que los niños se chupen el dedo.
Por más alegres que los vea, uno tampoco logra olvidarse del drama que todos vivieron antes de llegar acá, y de que ningún ser humano merece la tragedia de crecer sin su familia.
Estamos en la planta alta del círculo infantil Semillitas del Futuro, en un área a la que todos llaman «la casita», y que acoge a los niños sin amparo familiar de Pinar del Río que se hallan en edad preescolar.
Rosa Izquierdo Sánchez, la directora, explica que en total son cinco pequeños de entre dos y cinco años, y que esta institución es la última opción que siempre se maneja.
«Primero se trabaja con la familia, con el objetivo de que se respeten sus derechos y de que no haya que traerlos a un centro de este tipo», dice.
Sin embargo, advierte que, lamentablemente, hay veces que no queda otra alternativa.
Entre los casos que jamás olvida está el de Rafael, aquel niño de tres añitos que apareció abandonado en los alrededores del parque Pionero.
«Estaba descalzo, con la camisetica en la mano. Esa tarde había llovido y le había caído toda aquella agua arriba. Llegó que parecía un animalito salvaje. Fue muy conmovedor, muy impactante», cuenta Rosa.
En los 11 años que ya cumplió al frente del círculo, no han sido pocas las veces que ha tenido que tragar en seco para contener las lágrimas ante situaciones que «uno a veces ni imagina que puedan suceder.
«Amargas experiencias he tenido muchas, como cuando me trajeron un bebé de nueve meses de La Palma, al que la madre dejaba solo en la casa y salía por ahí, a hacer sus travesuras».
Por eso, considera que la atención a estos pequeños a los que la familia les da la espalda, «es una tarea de mucha sensibilidad, de mucha dedicación, de mucho amor».
Gracias a eso, asegura que el cambio es total entre los niños que arriban acá y los que salen. Una prueba la tenemos ahora mismo, jugando a nuestro alrededor. Yojandry y Yojany, los jimaguas de dos años de edad, estaban llenos de parásitos y de escaras, y un grado altísimo de desnutrición.
«Se parecían a esos niños de África que uno ha visto en la prensa», dice, mientras me muestra una foto que nada tiene que ver con su apariencia actual.
«Cuando llegan, algunos se aíslan, otros lloran. Por lo general son niños que pasaban hambre, que sufrían mucho; pero cuando ven las condiciones de este lugar, que no se les maltrata, que se les cuida, se van aclimatando, y puede decirse que son felices aquí».
No obstante, reconoce que existen rasgos en ellos que conmueven.
«Una vez que se adaptan al círculo, se desenvuelven como los demás, se integran muy bien. Pero cuando nos ven, el saludo de ellos es así, con los brazos abiertos, para que uno los cargue, los bese, los mime, por esa carencia de afecto tan grande que arrastran».
Consciente de cuánta desdicha hay detrás de esos gestos, explica que «en este centro no solo se les instruye, sino que, además, se les cuida, se les protege, se les da cariño.
«Nosotros nos convertimos en su nueva familia, y tratamos de serlo en todos los sentidos».
Así, asegura que sucede en las buenas y en las malas, por eso, cuando alguno se enferma, jamás lo dejan solo, ni siquiera cuando ha habido que ingresarlo en el hospital pediátrico.
Aun cuando no hay nada que compense la tristeza de no poder contar con su familia biológica, el esfuerzo que hace el Estado cubano para proteger a estos niños y garantizar su atención es algo que reconforta y que confirma el humanismo de nuestro sistema social.
«Desde el punto de vista material, aquí tienen todas las condiciones», afirma Rosa, mientras me muestra el dormitorio, con sus camitas bien tendidas, sus armarios, sus juguetes, la sala amplia donde ven la televisión, el baño, la cocina, la terraza para que puedan jugar sin peligro alguno. Cuenta que también existe una estrategia establecida por la dirección de la provincia para que todos los fines de semana algún organismo les organice una actividad.
«A partir de la situación que ha tenido el país con la generación eléctrica, recibimos una planta y ventiladores recargables para cada uno de ellos», explica Rosa, y advierte que este centro también ha sido el punto de giro de muchas historias con un final feliz. Entre ellas, la de Laurita, una niña que pasó por acá, y que hoy es enfermera.
A sus 61 años, Rosa asume su responsabilidad al frente de una institución tan sensible como un compromiso consigo misma, con su país, con el sistema de Educación cubano.
«Esto es algo que me han confiado, y yo no los voy a defraudar.
«Soy educadora desde que nací, y así me voy a morir. A mí me gusta lo que hago».
La conversación se interrumpe una y otra vez. «Oye, alcánzame un dinosaurio», «enséñame la cámara», «mira cómo corre este carro», «alcánzame otro dinosaurio para mi hermano».
Uno que quisiera hacer tantas cosas por ellos, agarra los juguetes que le piden en la parte más alta del estante, y les muestra cómo funciona la cámara, y les toma fotos, y se sienta a su lado, y se olvida de que vino a trabajar.