Hace algunas semanas atrás conversaba con amigos y conocidos sobre el tema de la telefonía celular y de cómo había llegado a nuestras vidas para cambiarlas por completo.
Y no es menos cierto, pues el “móvil”, como se le conoce entre los más jóvenes, no es solo una herramienta que destierra la vieja telefonía alámbrica e inhalámbrica para mantenernos comunicados las 24 horas del día, incluso en parajes bastante alejados las zonas rurales.
En este aparato de bolsillo caben y se dan cita todo un conjunto de herramientas que antiguamente, los más viejos, debíamos cargar en nuestras mochilas o portaequipajes. Díganse calculadora, linterna, almanaque, mapas y brújula, cámara fotográfica, reloj… en fin, infinitos los utensilios a mencionar.
Por supuesto, la tecnología no puede negarse, y todo nado contracorriente al desarrollo de estos dispositivos sería de mentes muy obtusas.
Algo que también es sumamente importante, al punto de peligroso si se quiere, que es hacia donde se dirigen estas líneas, es la conexión satelital con la red de redes: la poderosísima internet utilizada por nuestros hijos pequeños.
Un ciberespacio mal utilizado por un niño puede mostrar historias bastante nocivas. Y es ahí, en la tenencia de un celular, ante la simpleza e inocencia que los caracteriza, en lo que me gustaría que reflexionáramos todos.
Seamos honestos, ¿cuántos padres, tíos y padrinos les regalamos a los pequeños un teléfono para que se tranquilicen, jueguen, o para decirlas todas, para que nos dejen “respirar”? Pues está mal. Los móviles no son un regalo adecuado para niños entre los 10 y 15 años por muy normal que lo veamos.
Deberíamos preguntarnos si es sano o razonable que un infante tenga en sus manos el control de un celular conectado a las redes, independientemente de si es por momentos o a tiempo completo.
No logro comprender qué hace un menor en una escuela primaria –como ya es normal verlos– o iniciando secundaria con un móvil, y mucho menos con datos móviles activos. Eso sí es un peligro. Me dirán arcaico; mas prefiero conservador.
Lo cierto es que ya, celular en mano, los pequeños se exponen a riesgos como el acceso a contenidos inapropiados como violencia y pornografía; contactar personas con malas intenciones; compartir información privada; acoso o ser víctima de chantajes o amenazas.
Según un estudio global realizado por investigadores españoles, tan solo el cyberbullying alcanza a un 34 por ciento de los niños, eso para no hablar de cifras superiores al 45 por ciento que responden a los depredadores online y a más de 60 por ciento que responde al sexting. Y eso es solo la punta del iceberg.
Pues para ello el escriba quisiera entonces mencionar dos palabras: “Control Parental”. Sí, una restricción nativa que de cierta forma y bajo distintos nombres y apartados poseen todos los celulares.
Con la activación de esta característica, se bloquea el contenido inapropiado y se limita el tiempo de conexión. También se controlan los juegos y las aplicaciones que se utilizan, además de las llamadas y mensajes que los pequeños hacen y reciben.
Asimismo, se puede saber lo que comentan cuando están en redes sociales y, gracias a su “localizador familiar”, se da la posibilidad de “recibir actualizaciones sobre sus desplazamientos en tiempo real”. Es decir, que con solo quererlo sabemos dónde está el niño en tiempo real.
¿Qué no es ético rastrear y tener total vigilancia de lo que hacen nuestros hijos con sus móviles al salir de casa? Es debatible. ¿Qué estamos violando intimidades sin consentimiento? Es cierto, pero también discutible, y en un caso dado, siempre se puede convencer y conversar con el menor.
Citemos entonces a Ortega y Gasset cuando dijera: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Por ende, antes de proporcionar un móvil a un hijo, lo primero es ver el nivel de exclusión que genera el privarle de uno, y la necesidad real que tiene del mismo.
Entonces, ¿dar o no dar? ¿Control o no control? Pero el verdadero dilema siempre estará en el nivel de riesgo que estemos dispuestos a asumir versus la pérdida de la confianza.
Quizás para algunos, tal vigilancia electrónica no sea la solución, sino la educación que se les da en la casa. Pero ante la apertura total a un nuevo mundo desconocido y sumamente peligroso, de no saber andar en él, y ante la imposibilidad de acompañarlos las 24 horas del día en este entorno tan hostil, o de enseñarles a manejarse en cada escenario y explicar cada riesgo… prefiero ser arcaico antes que tomar un buche amargo.