Por estos días se ha hecho muy popular el llamado estilo Coquette. Tal es así, que ya algunas adolescentes se definen por ese mismo nombre. Sí, ahora se autodenominan como “chicas coquette”, al tiempo que le impregnan a la frase un énfasis seductor y sensual para dar rienda suelta a la imaginación de terceros.
Tal preferencia llega luego de que pasara no tan desapercibido el aesthetic, una suerte de referencia a todo lo estético, a la naturaleza de la belleza, el arte. En este último, sus seguidores mezclaban lo “grunge”, lo gótico, lo bohemio y lo deportivo con la estética de los años ‘80 y ‘90. En resumen: el estilo moderno con piezas retro de dichos años.
La moda coquette del momento, ahora se caracteriza por jugar con combinaciones de ropa y accesorios muy traviesos, contrastando con la idea de una supuesta inocencia femenil, y combinando colores y tonalidades rosas y pasteles.
Para lograr el ajuar completo, además se deben tener presentes faldas con volantes, blusas con moños, grandes lazos, y otros agregados como diademas y joyerías sutiles a la vista.
Ahora, para quienes aún no lo saben, esta actualidad no es más que la acepción en idioma francés de una mujer coqueta… seductora, que busca potenciar lo sensual, llamar la atención de forma pícara.
Tal vocablo persigue, entre otros aspectos, evocar de forma sensorial y subconsciente imágenes de mujeres juguetonas, encantadoras y sugerentes.
Y digo lo anterior, pues en no pocas ocasiones se ha hablado –incluso hasta el cansancio– que no porque algo sea o esté en tendencia, necesariamente tenemos que seguirlo de forma ciega o acatarlo como si no existiera un mañana.
Aunque a nuestros jóvenes no les quepa en la cabeza, las modas sencillamente no son para todos. Dicho está, y habrá detractores; pero lo cierto es que, y seguro coincidiremos, en que no todo lo que nos pongamos encima nos queda bien.
Y sobre esto último sería bueno que repasáramos y reflexionáramos todos, los niños, jóvenes, los no tan jóvenes, adultos y aquellos ya entrados en años. Pensemos por ejemplo, en niños hipersexualizados, o en señoras de la “cuarta edad” luciendo licras apretadas, topes y tenis de suela ancha.
De estas últimas no digo que no las haya, pero con el mayor respeto, no es lo más sano ni atrayente a la vista; y no es sexismo, sino una cuestión de estar aterrizados. Ejemplos sobrarían en ambos sexos.
Recurramos entonces a la psicología de la moda, ¿qué dice nuestro estilo de vestir sobre nuestra personalidad?
Desde cierto punto, la ropa que llevamos es la forma en que nos comunicamos y expresamos de forma no verbal. Cada imagen que decidamos proyectar tiene su propia voz, y suele definirnos ante los demás.
Lo primero es concientizar que cada estilo es diferente, y ninguno es mejor o más agradable que el otro. Por el contrario, cada uno de nosotros debe adaptarse a lo que nos haga sentir mejor, más cómodos y seguros.
Los psicólogos llaman a esto “cognición vestida”, y significa que los humanos no pensamos solo con el cerebro, sino también con el cuerpo. Por ello, si nos vestimos de una forma determinada y aparentamos un personaje irreal, es posible que se dañe también la forma de pensar y el comportamiento.
Por ende, cuando “montamos” un alter ego, nuestra confianza tiende a disminuir y se genera cierta ansiedad y nerviosismo. Esto es debido a que de forma primaria el cerebro nos está advirtiendo que algo no está bien, y aunque hagamos caso omiso, el aviso neuronal de hacer el ridículo se perpetúa.
La moraleja de todo lo anterior, es darnos cuenta de que no todos somos o podemos ser coquette, aesthetic, “tanque” o lo que acontezca. La forma de vestir y de actuar según la vestimenta en sí, debe ajustarse a los distintos escenarios sociales en los que participamos.
Cada quien puede ser coqueta o coqueto a su manera. No necesariamente hay que actuar de forma desinhibida y provocadora, o con ropas sugerentes a la Francia o el Japón de los años ‘40.
Optar por la comodidad, el confort y la alta autoestima textil con códigos ajustados a la actitud de cada persona, siempre deberán ir primero que disfrazar la incertidumbre e inseguridad, con el único fin de correr el riesgo de perdernos en un posible ridículo.