Desde Manaos, en la Amazonía, hasta las aparentemente interminables ciudades de Sao Paulo y Río de Janeiro, las tumbas recién excavadas llevan semanas ocupándose rápidamente con los cuerpos de los brasileños que sucumbieron al COVID-19, la enfermedad causada por el coronavirus.
Desde el mes pasado, la pandemia golpea con tanta fuerza algunas ciudades que sus autoridades no estaban preparadas para verse desbordadas por los cadáveres, a pesar de que los gobiernos regionales impusieron medidas para frenar la propagación del virus.
Por su parte, el presidente del país, Jair Bolsonaro, criticó el cierre de los negocios como algo más perjudicial que el propio virus. La primera cuarentena no se decretó oficialmente hasta esta semana, cuando el número de fallecidos ya superaba los 7.000.
A medida que el conteo de víctimas mortales subía, fotógrafos y videoperiodistas de The Associated Press recorrieron el país más grande y poblado de Latinoamérica para capturar la agonía de los brasileños en cementerios, hospitales y en una prisión con un motín, además de en ceremonias religiosas y en el interior de sus casas llorando a sus familiares muertos.
Pasaron días recorriendo los estrechos callejones de las favelas brasileñas, donde más de 11 de los 211 millones de abitantes del país viven hacinados en unas condiciones que los expertos temen que pudieran empeorar por el coronavirus.
En una favela de Río, Leticia Machado, una manicurista de 31 años, y su esposo, que solo tiene empleos ocasionales, llevan sin trabajar desde el inicio de las restricciones en la ciudad. Dependen de la comida que les donan sus vecinos y un centro cultural cercano para alimentar a sus siete hijos.
Los hospitales de la ciudad están casi al máximo de su capacidad y sus trabajadores se quejan de que no tienen suficientes medicamentos básicos para tratar a los pacientes. En el centro público en el que la madre de Taina dos Santos, de 56 años, trabajaba como asistente de enfermería hasta que falleció por el virus a finales del mes pasado, algunos se compraron sus propios equipos de protección .
Mientras los sepultureros, equipados con overoles blancos con capucha, esperaban con sus palas en la mano en un cementerio en una colina, dos Santos se despedía del féretro de su madre.
“Lo dio todo por su trabajo hasta el final”, afirmó dos Santos.
En Sao Paulo, un fotógrafo de la AP captó hace un mes una imagen con cientos de tumbas recién excavadas que Bolsonaro calificó de “noticia falsa” y “sensacionalismo”. Cuando regresó esta semana, las sepulturas estaban llenas, como las docenas más abiertas desde entonces.
Bolsonaro, quien se ha referido repetidamente al COVID-19 como “una gripecita” y se niega a usar mascarilla en actos públicos, ha sido criticado por los manifestantes que se asoman a las ventanas de sus departamentos para hacer sonar cacerolas y sartenes. El presidente es el protagonista de un grafiti en una pared de Río en el que aparece con mascarilla con la palabra “cobarde” cubriéndole los ojos.
La opinión de Bolsonaro acerca del coronavirus enoja a Valter Azevedo Bonfim, cuya madre murió en el hospital de Río al que la llevó porque presentaba lo que él creía que eran los síntomas del virus.
“Mire cuántos autos fúnebres están saliendo, ¡y este tipo dice que es una gripecita!”, dijo en el exterior del centro. “Sale a hablar por televisión, le dice a la gente que salga a la calle. ¿Cómo podemos salir a la calle? ¡Mi madre salió a la calle y la enterré!”.
En Manaos, una ciudad de 2,2 millones de habitantes en la vasta región de la Amazonía, la oleada de muertes fue tan extrema que en un cementerio se abrieron zanjas como fosas comunes y en otro los ataúdes se apilaban unos sobre otros. Algunos querían enterrar a sus seres queridos mientras que otros optaron por la cremación.
En un vecindario humilde de clase obrera de la ciudad, Raimundo Costa do Nascimento, de 86 años, murió en su casa rodeado de su familia y fue fotografiado con ocho de ellos mientras yacía muerto en la cama.
Tuvieron que esperar durante 10 horas a que fuesen a recoger el cadáver.