Llegas en una “Girón”. Apenas logras descender por la cantidad de bultos que cargas, pero intentas no soltar la mano del pequeño que ha vivido nada más que dos febreros y no entiende lo que pasa. Volteas solo una vez para despedirte de tus viejos, ellos van a otro lugar, y en tu interior solo deseas que estén bien.
Una familia entera fragmentada, separada en pequeños núcleos y condiciones diversas. Al principio sentías impotencia, ira; ahora te consume la tristeza y el nudo en la garganta te impide responder con claridad las preguntas correspondientes. Tratas de reponerte y comienza la resignación. Te repites en silencio que es imperativo estar ahí, por tu bien, por el de los dos.
Tu cama está reservada, de pronto te remontas a los tiempos de la beca y lo primero que haces es verificar la higiene. Interrogas a los que serán tus nuevos compañeros de lucha en una guerra de varios días: ¿la comida?, ¿agua caliente?, ¿leche para el niño? Luego aparece la preocupación de compartir el mismo espacio con extraños que al igual que tú, podrían cargar consigo un huésped invisible, a veces mortal.
Entonces comienza una espera preñada de retos que nunca antes habías enfrentado. Intentas crear un burbuja a tu alrededor con paredes de hipoclorito de sodio y alcohol. Una burbuja en la que ese rehilete que proteges con uñas y dientes debe permanecer prácticamente inmóvil. Es agotador, pero ni así logras conciliar el sueño durante la noche. Sin embargo, entre tanta angustia recibes haces de luz de aquellos que te aprecian. Uno tras otro, te invaden con la esperanza de que todo estará bien.
También están ellos, los que se exponen cada día para que tu estancia sea más llevadera, más segura. Los conoces solo por la voz, por los ojos que asoman bajo la coraza que los protege. No los reconocerías mañana si pasan por tu lado sin tantos atavíos, pero sabes que no olvidarás nunca su paciencia infinita, su carácter afable, su optimismo constante. Ellos también quedaron lejos de sus seres queridos y allí se mantienen al cuidado de otros.
El tiempo no pasa cuando estás en aislamiento. El miedo y la incertidumbre se vuelven parte inseparable de tu nueva cotidianidad. Ya has memorizado cada centímetro del espacio en el que estás. Los extraños que comparten contigo la misma morada se han convertido en tus mejores amigos. Cada cual cuenta su historia, a veces ríes y otras quieres llorar. Al final del día cierras los ojos para acelerar el reloj y que con un poco de suerte el nuevo amanecer traiga buenas noticias.
Poco a poco llegan las novedades, si recibes un papelito significa que saliste airoso de esa batalla. Entonces solo piensas en levantar campamento y esperar a que aparezca la “Girón” para devolverte al hogar.
No todos corren la misma suerte. Los ojos alegres de los acorazados se tornan tristes cuando tienen la misión de decirle a una madre que su pequeño y ella van a otro lugar. Es una guerra desigual, sin precedentes, que no hace distingos y que toca a la puerta sin avisar.
Al fin regresas. Intentas dar gracias a los que te apoyaron durante días interminables pero la euforia de la buena noticia y el deseo de compartirlo con todos te lo hace difícil. La familia volverá a ser un solo núcleo y la pesadilla fue nada más que eso, un mal sueño.
Llegas a casa. Disfrutas ver correr a ese rehilete que vio la experiencia como un largo paseo. Sin embargo, algo ha cambiado, no sabes si la sensación de temor que llevas impregnada en los huesos durará por siempre, pero por el momento has dejado de ser quien eras para compartir tus días con un fantasma que está al acecho en el lugar menos pensado.
Estás convencida de que esa burbuja que te acompañó durante varios días debe formar parte inseparable de ti, de los tuyos. No todos tienen la dicha de contar la historia de la misma manera.