Nieves quizás no supo el nombre de su salvador. Solo escuchó entre la respiración agitada que le provocaba el asma y el maldito hueso de pollo atascado en su garganta, que el hombre se exacerbaba ante la indolencia; ante la urgencia de socorrer al prójimo, aunque eso significara romper reglas, porque en definitiva el miedo no nos hace tan humanos como la capacidad de dilucidar cuándo es necesario transgredir el orden por un bien mayor.
Una vez más esa mañana, el hijo de Nieves, enfermero del hospital Abel Santamaría, había apelado a la conciencia y al sentido común del cuarto chofer que pasaba por la parada de la ESPA Ormani Arenado Llonch, donde estaba con su madre desde muy temprano y bajo lluvia torrencial, para llevarla hasta el servicio de Cuerpo de Guardia para que la socorrieran.
El 24 de mayo, esta señora de 68 años, se precipitó para terminar su comida cuando el reloj marcó las nueve y su desenfreno apasionado la llevó hasta el balcón para aplaudir. Fue entonces que se dio cuenta de que algo se había atascado en su garganta y tras muchos esfuerzos, no pudo expulsarlo. Pasó la noche intentando compensar la molestia, pero en la mañana decidió que era momento de acudir a un especialista.
Su hijo la acompañaba con la esperanza de que alguno de los recorridos dispuestos en esa ruta para el personal médico se apiadara de la situación. Sucedió lo contrario. Las respuestas fueron todas en la misma dirección, según cuenta Nieves en su carta a Guerrillero: «Usted sí puede subir al ómnibus, pero a la señora no la podemos llevar». Ni porque estaba en unas circunstancias en que necesitaba atención médica ni porque era su madre; al parecer, no hay razón que sobrepase las indicaciones, aunque en muchos otros escenarios estas no se cumplen de manera estricta.
Los choferes hacen su trabajo cuando impiden que personal ajeno al de Salud suba a estos recorridos, así cuidan de la población y de los propios médicos que transportan, pero hay cuestiones de pura ética y solidaridad humanas que trascienden las normas y llaman al sentido común. Afortunadamente, aquel policía que viajaba en la guagua se condolió y puso bajo su responsabilidad la transportación de la paciente.
Nieves Lucrecia Rivera Hernández tiene 68 años, es maestra jubilada y asmática. Al llegar al hospital, todos sus parámetros estaban descompensados debido a la carga de emociones que le provocó el estrés de aquel viaje que parecía no concretarse. Los especialistas la asistieron inmediatamente y pudieron extraer de su garganta el elemento ajeno que le provocaba sensación de asfixia, agravada por el asma.
Hasta esta redacción llegó con el pequeño hueso en la mano, en señal de victoria, con solo agradecimientos deslizados en tinta sobre el papel para aquel señor, policía, que no pudo identificar por su nombre, pero a quien agradece infinitamente el acto de humanidad que protagonizó con ella.
Parece hasta paradójico y matizado con un poco de humor negro en estos momentos que alguien se atragante precisamente con un hueso de pollo, cuando este producto fluctúa entre colas interminables y rondas de repartición equitativa que no suplen la demanda de la población.
Pero lo que sí queda muy claro es que las carencias que más nos golpean son de otro tipo, uno que no se puede repartir por la libreta de abastecimiento y que solo está en manos de nuestro lado más humano solucionar.