La poesía de lo cotidiano es la más profusa y, sin embargo, la más difícil de percibir. Hay sucesos cuya grandeza pasa casi anónima, naturalizada por el día a día.
En Cuba hay mucho de eso real maravilloso, de acontecimientos que, bien analizados, pudieran calificarse de hazañas totales, pero que a fuerza de repetirse no vemos como privilegios.
No por muy citadas dejan de ser válidas las referencias: las niñas y los niños uniformados, lo mismo en la ciudad convulsa que en los campos de amanecer silencioso; los recién nacidos para quienes no se escatima ningún recurso, ningún esfuerzo; las enfermedades erradicadas; la tranquilidad de las calles…
El derecho a la vida y su respeto están en el núcleo de un proyecto de país que lo demuestra una y otra vez, en los esfuerzos de salir de la pandemia sin dejar desamparada a la población vulnerable, en los millones de personas ya inmunizadas con vacunas propias; y, sobre todo, en la defensa a ultranza de un sistema otro, ajeno a la barbarie capitalista, al sálvese quien pueda, y a la falta de raíz y de memoria.
Ya lo dijo Fidel cuando apenas asomaba el año 1959: «La Revolución Cubana se puede sintetizar como una aspiración de justicia social dentro de la más plena libertad y el más absoluto respeto a los derechos humanos».
Y la Isla ha sido fiel a esa vocación redentora, dentro y fuera de sus límites geográficos, con ejemplo y con acción.
A pesar de lo que la democracia occidental pretende erigir como modelo, y de su retórica engañosa y de doble moral, nadie honesto puede negar el impacto de la solidaridad cubana en miles de vidas humanas en el mundo, ni tampoco la nobleza de sus propósitos.
Cada día, cuando Cuba se levanta, el bloqueo del Gobierno estadounidense está todavía ahí, como una gigantesca y atroz violación a los derechos humanos que algunos se empeñan en no reconocer.
El contexto es difícil y los desafíos, tremendos; la obra es perfectible, pero alumbra el horizonte un culto superior: la dignidad plena de las mujeres y los hombres.