Vivimos en un medio natural, y aunque se nos conoce a los humanos como la especie superior, solo somos parte de un sistema que ya funcionaba perfectamente antes de que empezáramos a andar por él.
No se puede negar la evolución biológica ni los favores que los genes nos hicieron al darnos conciencia y capacidad para utilizarla en función de transformar el medio que habitamos, fue esa la única forma para garantizar siglos de imperio.
Primero fue el fuego, después las manualidades, las técnicas de recolección, caza. Una secuencia que terminó por posicionarnos en lo alto de la cadena alimenticia, dio el poder que se necesita para hacer y deshacer a voluntad.
Pero, pese a eso, a las maravillas que hemos creado en el mundo, desde las primeras civilizaciones y hasta la actualidad, la esencia primaria de nuestra naturaleza no se ha modificado, continuamos perteneciendo al reino animal, compartiendo necesidades básicas.
Necesitamos de techo, comida, agua, confort, y en la primera etapa de vida ser cuidados y atendidos, al igual que la gran mayoría de los seres vivos. Si se plantea la situación de que un hombre o mujer carezca de esas comodidades, entonces la condena pública no se haría esperar.
Reclamarían por justicia, pidiendo atención a los dañados y calificando a los responsables de tal atrocidad como criminales, asesinos, terroristas, insensibles y cualquier otro sinónimo.
¿Por qué entonces no sucede lo mismo si la víctima de tales circunstancias es un perro, un gato, un caballo, una tortuga, un ave o cualquier otro que se pudiera sumar a la lista? Ellos son animales al igual que nosotros, ellos también nacieron pequeños, sin saber nada, y se ha demostrado que sienten dolor, frío, hambre.
En caso de que las víctimas sean ellos, la opinión se divide. Por una parte, los que afirman en su “superioridad” que solo son animales, por otra, los que movidos por la sensibilidad que nace de la empatía se movilizan para cambiar esa realidad.
La preocupación por la protección de la biodiversidad, la flora y la fauna tiene sus antecedentes en las primeras civilizaciones. Las culturas orientales se preocupaban y ocupaban de sus animales, la filosofía clásica antigua, igual, y así lo dejaron declarado en los textos que al respecto escribieron.
Actualmente existen organizaciones, acuerdos, leyes, instituciones con alcance internacional, se hacen encuentros y reuniones en las que se aborda el tema, se presentan resultados investigativos, e incluso, se trazan planes, estrategias.
Cuba no es la excepción, tenemos un Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (Citma), la Tarea Vida, una serie de normativas legales sobre el asunto, áreas protegidas, hasta una aclamada Ley de Protección Animal.
No obstante, basta salir para encontrar la realidad de que sigue sin ser suficiente, pese a las intenciones gubernamentales y los grupos que se han creado entre la ciudadanía para el rescate, que incluye el cuidado de animales callejeros.
Tal vez el secreto no esté en continuar con normativas, proyectos. Esos seres abandonados a su suerte son el síntoma de una enfermedad, que tiene su origen en la ignorancia, la insensibilidad, la ceguera voluntaria.
Es imposible lograr un único punto de vista entre millones de personas, la diversidad en cuanto a gustos y elecciones nos es propia e innegable. La cuestión no es hacer que la totalidad guste de las mascotas, eso es asunto individual, pero el respetarlos, evitar su sufrimiento, entender las similitudes entre ellos y nosotros puede ser el primer paso en el camino de transformar las diferentes dimensiones del maltrato que sufren.