Imagine por un segundo estar sentado frente al televisor y de pronto ver a su hijo saqueando un establecimiento, arremetiendo contra otra persona o simplemente lanzando botellas incendiarias en la multitud.
El pasado 25 de enero la Fiscalía General de la República comunicaba sobre los procesos penales derivados de los disturbios del 11 de julio ocurridos en varias localidades del país. En la información ofrecida se detallaba el número de expedientes procesados, los resultados de investigaciones realizadas, entre otros aspectos.
Llamaba la atención una cifra, a mi juicio bastante alarmante, y es el hecho de que del total de personas acusadas, 115 estuvieran entre los 16 y 20 años de edad. Relacionar esos números con aquellas imágenes de carros de policías volcados, de cocteles molotov que volaban encendidos o establecimientos comerciales saqueados, más que preocupante es algo triste, desgarrador.
Días después del anuncio de la Fiscalía General, en un reporte del Noticiero Nacional de Televisión, el presidente del Tribunal Provincial Popular de La Habana, Yojanier Sierra Infante, desacreditaba el apelativo de “marchas pacíficas” para describir tales hechos vandálicos.
¿Existe algo de pacífico en violar la civilidad, creando el caos y alterando el bienestar de los demás? ¿Hasta dónde llega el control de los padres y la formación de valores por parte de las instituciones sociales?
En el mismo material se veía a más de una madre ofreciendo disculpas públicamente por lo que habían hecho sus hijos y alegaban que la principal motivación, al margen de desacuerdos con el sistema político y social cubano, estaba relacionada con el embullo.
Más allá de lo que establece la ley y de que según la norma cubana los acusados en este rango de edad pueden ser beneficiados a la hora de las sentencias, más importante y doloroso es el precio que han de pagar las familias ante tales sucesos.
Cuba vive hoy un complejo escenario económico de carencias y necesidades que incide de manera marcada en las nuevas generaciones de adolescentes y jóvenes, pues además se exacerba con el uso desmedido de las redes sociales, la influencia de modelos neoliberales y la copia de patrones culturales que nada tienen que ver con la sociedad cubana.
La adolescencia es una etapa en que se experimentan cambios de todo tipo, no solo físicos, sino psicológicos, emocionales y sociales. Según los expertos pueden existir manifestaciones de rebeldía, agresividad, rabia, depresión…
Pero también crece en ellos la necesidad de sentirse admirados y valorados por el grupo al que pertenecen y por si fuera poco se cuestionan las órdenes de los padres, se sienten presionados cuando deben tomar decisiones y desean buscar entonces independencia y libertad.
Aunque son rasgos típicos de esta etapa de la vida, si se conjugan con la difícil situación económica que atravesamos y las limitaciones que ha impuesto la pandemia en el ámbito social, puede resultar en una bomba de tiempo que peligrosamente explota en los escenarios menos favorables y más complejos.
A las familias, a esos jóvenes, les queda ahora el arrepentimiento y el costo de decisiones que tomaron sin medir las consecuencias, sin pensar siquiera, pero que de seguro pesarán para toda vida.
Entonces, corresponde a los padres velar porque no se pierdan los valores que tratamos de fomentar desde la infancia, conocer qué consumen nuestros hijos, qué los motiva, cuáles son sus ejemplos a seguir, sus aspiraciones. Pero más que controlar, se debe guiar, acompañar, aconsejar siempre desde la adecuada comunicación y la confianza.
Y a pesar de que es en el hogar donde comienza la educación, como dijera Martí, es también un rol de la escuela desarrollar una labor integral que contribuya a formar personas de bien y con principios sólidos.
Vivimos en un sistema social imperfecto, con fisuras y brechas que nos hacen la vida diaria una lucha constante, pero incitar a la violencia y al vandalismo no es la solución a los problemas, mucho menos lo es utilizar mentes ávidas de protagonismo y reconocimiento como imagen errónea de los logros del socialismo.
Lo que sucedió con más de 100 adolescentes el pasado 11 de julio es una muestra del trabajo que no debe cesar en cada hogar, en cada escuela y en cada espacio social que repercuta a su formación. Es misión de todos cuidar el futuro de la nación.