Su vocación artística se manifestó siendo todavía un niño: “Yo sentía eso de ver los mapas, las líneas y había alguien en el aula que hacía dibujitos. Entré en el movimiento de aficiona’os en la secundaria, en pintura”. Y desde entonces, a fuerza de tesón, se labró un camino profesional.
Nació en Llega y Pon, un barrio del municipio de San Luis. Hijo de una familia numerosa de 10 hijos, optó por la creación en tiempos en que las personas dedicadas al arte eran estigmatizadas socialmente. Su pasión no fue heredada. No tuvo familiares que se la “transfundieran” en su genética, o lo encauzaran.
Su padre necesitaba mano de obra que lo ayudara en el campo; pero su madre fue más solícita y comprensiva. “No es que el viejo no me apoyara, es que no tenía tiempo”, aclara, salvando su recuerdo. Pero me cuenta que su madre le cosía sus batas de pintor adolescente con las telas de su propia ropa; él admiraba a Leonardo da Vinci y quería parecérsele; ella lo ayudaba a comprar sus materiales de pintura porque lo que ganaba trabajando en el campo no le alcanzaba.
“Nací en el Llega y Pon/ Y soy hijo de Quirino/ Y la niña; ser divino /Y suave como algodón/ Mi infancia: una estación/ Hecha de fango y de río/ Juego nocturno y el frío/ Que se cuela por la hendija/ De la tabla, y la cobija/ Con guano del veguerío/ Recuerdo la carretera: /Una serpiente asfaltada/ Que de noche fue poblada/ Por la ilusión de una espera./ La bodega al frente era/ La exención de mi mamá/ Y el viejo dice «cara»/ Y se arrasca la cabeza/ Mi infancia: tremenda pieza /Que arrastro hacia el más allá”, así evoca su origen.
“Agradezco no haber estudiado en la academia”, expresa con orgullo, pues se conoce a sí mismo y sabe que su versatilidad hubiese estado limitada, o en contradicción, ante el currículo que la escuela de arte impone. Le tocó aprender haciendo y con muchas horas de investigación. “Ser pintor empírico es un gran riesgo porque estás rodeado de muchas cosas y no puedes contaminarte. Para estudiar necesitas todo el tiempo”.
Hoy es un artista profesional, integrante de la Uneac con no poca fortuna crítica. Sobre él, el crítico de arte Antonio Fernández Seone, escribió:
“Las obras de David Santa Fe a pesar de su narrativa para nada complaciente, se nos ofrecen en un reposo de impresionante lirismo estético… lo que resulta contradictorio si tenemos en cuenta la principal esencia de estas fábulas convertidas en pintura; en todo caso lo que hace el artista es imponernos el peligrosamente intranquilo ‘sosiego’ de sus cartulinas y telas, para hacernos entrar en la trágica acción que cada una de ellas nos presenta.
“No me atrevería a decir que su obra es surrealista…; es arte hecho tropo, es símil de una realidad que existe, que está a fuera, que a veces por suerte para algunos, no vemos, pero que de saberla, podríamos cambiar si tuviéramos la inspiración de este artista, que nos la hace ver desde un prisma nuevo y convertirla en un paisaje diferente”.
David pinta paisajes, sí, pero no es paisajista exclusivamente. Y en todo caso su paisaje escapa de lo tradicional, porque está envuelto entre telones como una realidad debatida dentro de otra ¿realidad? Si algo lo define es el cuestionamiento de toda verdad, al ser un individuo muy filosófico. “Cuando busco la verdad, lo primero que hago es cuestionar el paradigma”, dice. Una conversación con Santa Fe, en su taller, puede durar horas. El artista siempre tiene algo novedoso que decir, repensar…
Su taller es una construcción rústica, de madera sobre pilotes, elevada respecto el nivel de su casa. Ambos fueron levantados por sus manos desde los cimientos hasta el decorado. Es un lugar atravesado por corrientes de aire fresco que colisionan entre los muchos lienzos, cartulinas, acetatos, esculturas que cubren sus paredes y estantes en especie de abigarramiento. Debajo de su silla está pintado un círculo con una frase que le sirve de motivación: “Modera tu velocidad sentándote y tu pereza moviéndote”; porque sabe que en la vida hay que marchar a paso justo, sin apuros ni tardanzas, porque se escapa.
“Quiero la perfección, muchas veces la busco”. Así construye un imaginario basado en su propia filosofía del arte: en los títulos, en el huir de la repetición banal y los eslóganes. “En el año 1975 decidí que mi a dónde en esta vida era ser pintor. He sido almacenero, director de un jardín de comunales y de una galería, campesino; pero cuando regresaba de trabajar en el campo, aunque tenía que echarle a mis manos agua caliente, siempre dibujaba”, relata.
Precisamente, su cosmogonía parte de dos puntos: el “Desde dónde” y el “A dónde”, o sea, quién soy, cuáles son mis orígenes y a dónde quiero llegar. Es dibujante por excelencia, lo mismo va al lienzo, que agarra una cartulina, que se pone a ensamblar objetos reciclados para convertirlos en esculturas o piezas artesanales con fin decorativo utilitario. ¡No para! David es infatigable. Y, por esta vez, asume el reto de definir el “Arte” con décimas: “El arte que quiere ser/ La esencia del pensamiento/ Es el placer del tormento/ Y el tormento en el placer / La imagen vuela y al ver /Que se acerca o que se aleja/ Cuál zumbido de una abeja /Que atraviesa la retina/ Puede ser luz o neblina/ Ser libertad o la reja”.