SÍ como los ejércitos se baten en campos de batalla, hoy acontece que las personas, en actos para nada heroicos, convierten cualquier escenario en un espacio propicio para solucionar problemas a través de riñas callejeras; casi siempre con daños severos a terceros y a la fiesta, como aquella que sucedió en Guatao y tan trágicamente se popularizó en refrán.
Hoy vivimos en tiempos de guapería solidaria. Sí, como eso de salir al paso para defender la postura «racional» de un amigo con más grados de alcohol en sangre que una botella de Havana Club. Luego no importará quién provocó a quién ni la envergadura de la «falta de respeto» que, en cualquier caso, no justifica el uso de armas blancas y, en situaciones agravadas, hasta de fuego.
Desgraciadamente estas escenas son cada vez más comunes y yo, en mi concepción pacifista de la existencia humana, me cuestiono constantemente qué razones podrían llevar a un sujeto cualquiera a portar un arma, del tipo que sea, en una fiesta u otro espacio público.
Se ha visto de todo, nosotros lo hemos presenciado o escuchado a modo de rumor, porque a algunos les encanta esparcir las desgracias, quizás por el morbo que les causa saber de esa maldad reprimida que aflora en los más aberrados comportamientos.
Conflictos callejeros de esos siempre ha habido, a veces por cuestiones de conceptos errados de hombría o por aquello de que los hombres tienen que hacer frente a cualquier situación y echarse para atrás es cosa de cobardes; la realidad es que la guapería colectiva resulta hoy en día un medidor entre quienes la tienen como principio de su proyección social, de virilidad o de lealtad a los amigos y al grupo en sí.
Ya los puñetazos no están de moda, quienes se suman «voluntaria o solidaria-mente» a la pelea, toman botellas, objetos cortantes o punzantes y la violencia se multiplica. La recurrencia de estos hechos debería fungir como un termómetro social de los valores que enseñamos en casa, el patrón cultural de lo masculino asociado a lo rudo, dominante, irreverente, intolerante y, sobre todo, violento física y verbal-mente.
No obstante, una vez incorporados estos conceptos a la personalidad, es muy difícil desligarse de ellos si el individuo no lo concientiza como una dificultad o el entorno no lo propicia; por lo que la labor de la familia, el barrio y la escuela juega un papel esencial en la reivindicación de actitudes negativas o violentas.
El diagnóstico del problema que constituye la esencia de estos eventos por parte de las instituciones, sin embargo, no siempre es correcto; como el caso que conozco de primera mano, en que un gobierno local decidió cerrar la única opción recreativa de los jóvenes (música grabada los fines de semana), para prevenir la ocurrencia de estos casos. No, esa no es la raíz del mal, hay que educar mejor, formar para ser hombres de bien, regular la venta de alcohol y tener una labor de control conjunta con las fuerzas del orden público.
Como regulador social, la Policía tiene un rol importante que cumplir para evitar enfrentamientos callejeros que desencadenen daños a los implicados y peligro en las comunidades; aunque por alguna razón que desconozco, a veces la res-puesta no resulte todo lo oportuna que se necesita para intervenir.
Disminuir la incidencia de episodios desagradables es nuestra responsabilidad, ya que esos individuos no salieron de otro lugar que de nuestras casas e instituciones. Esa no puede ser una realidad que nos golpee.