Hace algún tiempo ya que sufrí con Jane Eyre los maltratos que le dio la señora Reed, y su estancia poco amena en el internado religioso de Lowood, al que fue llevada por su supuesta rebeldía.
Vagué también por los caminos… perdida, sin recursos y con el corazón hecho añicos por el sufrimiento de la protagonista, una vez que escapa de Thornfield Hall, al descubrir el engaño de su amado señor Rochester.
Bien joven leí esta novela de Charlotte Brontë, en la que la escritora con una agudeza singular rompe esquemas en la Inglaterra victoriana y muestra la triste vida de una niña que al convertirse en mujer asume los conceptos de matrimonio y de moral de una forma muy diferente a la época que le correspondió.
Esta obra literaria, mi preferida, como muchas otras, entre ellas Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez, contribuyeron de forma muy fehaciente a mi gusto cultural y enriquecieron mi percepción del mundo.
En la obra del Gabo bebí de forma apurada, casi desaforada, las historias de Macondo, un lugar ficticio elegido por el autor para recrear las costumbres y anécdotas de su Aracataca.
En eso radica en especial el valor de la literatura, en hacer que el ser humano viva emociones diferentes a través de las páginas de un libro, que sienta, que visite lugares, recree personajes, imagine ambientes, se pelee contra la maldad, tome partido, forme valores…
Nada como imaginar la primera vez que el coronel José Arcadio Buendía llevó a sus hijos a conocer el hielo o a Remedios la Bella volar con las sábanas al cielo, un ejemplo del realismo mágico que majestuosamente desplegó García Márquez.
Nada como disfrutar del diálogo elegante, gallardo y justiciero de Alonso Quijano en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, la obra cumbre de Miguel de Cervantes Saavedra y recrearse sus andanzas que se debaten entre la realidad y la fantasía.
Muchos pueden ser los ejemplos, de diferentes libros y géneros, porque sencillamente la lectura es fiel a quienes la practican y los retribuye con conocimientos y abre las puertas a la inspiración y a la creación.
Un buen lector es alguien informado, que sabe expresarse sobre variados temas, con imaginación aguda y con amplias posibilidades de soluciones para las diversas encrucijadas de la vida.
Fiel a este criterio, entonces es bueno enseñar a los niños el amor por la lectura, por los cuentos infantiles, con temáticas que a ellos les interese y a la vez les forme valores humanos. Por desgracia, este hábito se encuentra en decadencia.
Importan ahora más los juegos en las computadoras o en los teléfonos, los contenidos digitales, los videos y dibujos animados que sentarse con un libro en la mano y enseñarlos a navegar por las encrucijadas de sus páginas.
No es que niegue lo moderno, pero es que lo “antiguo” es tan valedero y genuino que duele que pueda extinguirse para siempre, y con ello la posibilidad que genera la lectura de aumentar el conocimiento, la curiosidad de los pequeños y de que conecten con la vida e historias de otras personas y ponerse en su piel.
Decía Franz Kafka, escritor austro-húngaro, autor de obras como La metamorfosis y El proceso, que: “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros” y además que “la literatura es siempre una expedición a la verdad”.
Viajar y conocer, desde la placentera posición de nuestro hogar, es algo que nos regala un cuento, una poesía o una novela, por eso el escritor modernista nicaragüense Rubén Darío pensaba, y así lo dio a conocer, que “El libro es fuerza, es valor, es poder, es alimento; antorcha del pensamiento y manantial del amor».