Soy de otra generación. Eso es lo que digo, al menos, cuando alguien me pregunta por mis gustos musicales o mis preferencias en el campo de lo sonoro. Y siempre aclaro esto de la brecha generacional, porque al responder, pareciera que soy un ser de otra galaxia, un ente ajeno a los movimientos rítmicos del momento.
– ¿Pero y a ti no te gusta el reguetón, el trap y eso?
– No. Prefiero la música de antes, la que daba gusto escuchar por su letra, esa que todavía se podía bailar de forma decente.
Y no es que critique los gustos de nadie –aunque los hay que matan –, pero sí, ciertamente el panorama sonoro se ha degradado mucho a nivel mundial. No es un fenómeno aislado de nuestro país, sino más bien que adoptamos y perseguimos tendencias actuales.
Puedo entender que todo lo anterior, refiérase a lo que está de moda, facture, como diría la popular y controvertida Shakira, y genere ingresos netos desde el punto de vista comercial.
Pero, ¿dónde quedan la decencia y la sencillez del lenguaje? ¿Qué sucede con las letras actuales que en su mayoría solo sirven para denigrar a la mujer y ponderar malos hábitos?
Duele mucho ir escuchando las tendencias, y mientras sangran los oídos por tantas obscenidades, percatarse de que desde finales de los ‘90 y ya entrado el nuevo milenio, la música ha tomado un matiz solo comercial; ya no importa ni siquiera el mensaje, solo el ritmo que haga mover a las masas.
Y todo esto trae consigo un componente psicológico a nivel subconsciente que pasamos por alto. Mientras más nos involucramos con ciertos patrones musicales, más nuestro cerebro adopta y pone en práctica las propuestas auditivas escuchadas en cada “melodía”.
Algo tan sencillo como que gracias a la música podemos variar todo nuestro ser. Nótese la diversidad de estilos, vestimentas y rasgos personales, entre otros, cuando se comparan las poblaciones que siguen el rock, pop, k-pop, década prodigiosa y el reguetón de ahora.
Quizás los más viejos lo den por sentado, pero algo que la mayoría de la juventud desconoce, y haciendo hincapié en las líneas anteriores, la música nos define como entes sociales, y como tal inhibe o desinhibe características que incluso en ocasiones no sabíamos siquiera que estaban ahí.
También es cierto que lo que oímos dice mucho de nuestra personalidad, educación, valores familiares, círculo de amistades, y por supuesto, de las llamadas “tribus urbanas” a las que pertenecemos.
Por ende, y de forma inconsciente, en la adolescencia tendemos a imitar las vestimentas, gustos, dicción, forma de pensar y actuar de los “artistas” favoritos.
Ante esto, la pregunta sería ¿realmente somos nosotros o solo un espejismo personalizado a modo de alter ego en lo que nos convertimos? ¿Lo hacemos solo por encajar con el momento y las amistades o porque en realidad lo sentimos?
Y abro esta línea de pensamiento para volver al comienzo de este comentario y crear la conciencia necesaria sobre el asunto de la música chatarra… ¿Sabemos ahora entonces cómo funciona la programación musical en nuestro cerebro?
No es un secreto –y las letras lo demuestran– que las tendencias reguetoneras actuales generan arquetipos masculinos basados en el súper macho, “el papi chulo”, con ínfulas de violencia, aceptación de la promiscuidad y demás.
Y para las señoritas, pues la meta de ser codiciadas por todos los hombres, la cosificación del sexo y la vanidad de ser consideradas y representadas como objetos sexuales… en fin, denigración sería la palabra.
Pensemos entonces si queremos este tipo de actitudes para los hijos, familia y amigos cercanos. Meditemos sobre si estamos contentos o satisfechos con esta degradación y resquebrajamiento de los valores cívico – morales.
No le sigamos la pista a las pseudoculturas. Recordemos siempre que tampoco está de más expandir los horizontes, pero atentos, sin que se corra el riesgo de perder nuestra esencia y catadura social responsable.