Analicemos por un segundo y en breves líneas, la vida diaria de un cubano promedio. Desde que amanece es una lucha continua contra demonios que, de tan asiduos, hemos normalizado y hasta nos divertimos con nuestras propias vicisitudes.
Vivimos en una montaña rusa, nada de caminos llanos ni praderas o tiempo para acostumbrarse a lo ¿bueno? Desde temprano nos batimos contra miles de obstáculos ya habituales que compartimos con todo el que nos rodea, incluso, sin conocerlo.
Lo primero y más angustiante sería, sin dudas, el salario que no alcanza, y así, sucesivamente vamos enumerando calamidades. A veces nos preguntamos, ¿cómo es posible que respiremos, cuando vivimos al pendiente de tanto?:
De que si el dólar baja hoy y mañana se dispara; que si Felton, Guiteras o Renté salieron del sistema por avería o se volvió a acabar el combustible; que si los bloques, el déficit, la planificación.
De que si los cajeros están llenos, no funcionan, no hay corriente; que los mandados no han llegado, que se adelanta una parte y la otra se entretiene en el camino o nunca lo encuentran, como le ha pasado al café…
Que el agua se pierde por casi un mes… y las pipas están por encima de 3 000 pesos.
Que se acabó la balita y hay que esperar a que entren cilindros; madrugar dos días seguidos para coger turno o pagar 1 000 pesos por un domicilio.
De que si el quiosco lleva semanas sin vender nada, que la carne de cerdo batea por encima de 600, los huevos están fuera de liga, y el arroz y el aceite viven peleados con el bolsillo del jubilado, del trabajador promedio.
Que si la leche no se diluye y parece cemento, o que el cemento se pierde y sube de precio. Que si las aguas de junio son ahora una maldición para los que esperan hace dos años por un techo, aunque el campo sea bendecido por la lluvia.
Que los médicos no tienen con qué operar ni curar una herida, o que si se enferma el niño hay que dejar un ojo y la mitad del otro en las redes para comprar un medicamento en el mercado informal.
La sinfonía pica y se extiende, y a todos nos toca de algún modo, nos angustia, nos agobia, nos desmotiva. Algún que otro día nos levantamos con el “moño virado” y le decimos hasta al Pipisigallo que “no estamos pa’ nadie”.
Pero en medio de toda esa guerra desgastante, ¿no sería un alivio para nuestro estado de ánimo recibir una buena atención en una tienda, sin molestias por hacer una pregunta? ¿No recibiríamos un mejor servicio cuando se brinda un trato afable, o al menos, sin malas caras?
¿Por qué en vez de solidarizarnos con un coterráneo, optamos por el sálvese quien pueda o la ley de la selva? ¿Por qué recurrir a la violencia cuando hay un mal entendido sin tan siquiera intentar hablar civilizadamente? ¿Por qué callar ante la mentira o lo mal hecho cuando una simple opinión pudiera abrir una puerta, resolver un problema, ayudar?
No son solo los altos precios o las carencias las que nos hacen la vida miserable. La calidad del capital humano es indispensable en una sociedad del tipo que sea, no se limita solo a los negocios privados. Lamentablemente, es un peso que cargamos encima de toda la retahíla de problemas que enfrentamos a diario.
Analicemos, entonces, la vida cotidiana del cubano medio para darnos cuenta de que, con tantos obstáculos, una sonrisa o un trato amable no resuelve esos problemas, pero del lobo, al menos, un pelo.