Las revoluciones y el Derecho tuvieron encuentros y desencuentros, no pocas veces tan telúricos como las revoluciones mismas, hasta en el ámbito teórico. Para algunos de estos últimos, dichas sacudidas sociales e históricas están fuera de este, o le son contrarias, constituyen un acontecimiento antijurídico, un acto ilícito.
Posiciones más avanzadas conceden que las revoluciones se dirigen contra el derecho establecido y, en consecuencia, tienen un carácter antijurídico, pero devienen ordenamiento jurídico originario. Le ofrecen la condición de violencia jurídicamente organizada. Se reconoce su carácter intrínsecamente jurídico. De este tipo de percepciones surgió la noción de las revoluciones como fuente de derecho.
Estudiosos sostienen que lo anterior solo ocurre si la revolución triunfa o tiene éxito porque, de fracasar, solamente cumple su función cuestionadora y queda reducida a un hecho ilícito condenado por el orden jurídico que ataca. Ello implica que el triunfo juridiza la revolución, pues la toma del poder habilita la instancia fundacional creadora de derecho.
Los entendidos definen la lógica de la llamada doctrina de la “legitimación retroactiva”, que produce efectos sobre todos los actos revolucionarios, lo mismo con las normas de futuro que sobre los actos que dieron lugar al levantamiento y la victoria.
No es asunto menor la imbricación entre derecho y constitucionalidad en el caso de la Revolución en Cuba, sobre todo, porque en esta tierra se dio una singularidad: los actos libertarios nacieron en ley, desde que en los potreros de Guáimaro la contienda independentista naciente se ajustó a Constitución. Desde entonces un civilismo y una civilidad casi inauditos, por la forma en que surgieron, distinguieron todo gesto patriótico y emancipador.
El civilismo quedó, incluso, como marca beligerante en la memoria nacional, pese a que nació ante un ejército -el mambí- que representaba las mejores ansias de Cuba: libertad y justicia.
Sería lamentable que el desconocimiento o la subestimación de hechos semejantes alimente una herejía histórica, una profanación de la lógica del desarrollo: que en vez de a una revolución -fuente de Derecho- como ocurrió hasta ahora en Cuba, la ignorancia, la irreverencia a la ley, o lo que es aún más vergonzoso, la traición al ideal patriótico y justiciero cubano y la subordinación a mezquinos y vetustos intereses extranjeros, abra brechas a la contrarrevolución.
Para que lo anterior ocurra se da una agravante adicional, que no se reduce solo a Cuba y que admiten investigadores mundiales de estos temas: la contrarrevolución no fue tan estudiada en estos ámbitos como la revolución, porque siempre resultó más relevante y llamativo el pensamiento revolucionario, dada su impronta y novedad.
El primer problema que se plantea al tratar de definir el fenómeno, subrayan entendidos, es la “versatilidad” del concepto de revolución, o lo que es lo mismo, la expoliación que no pocos pretenden hacer de este.
En fecha reciente recordábamos cómo el líder de la Revolución cubana, Fidel Castro Ruz, todavía muy joven y cuando maduraba para encabezar la Generación del Centenario, tendría que enfrentarse a los intentos de manipulación burda del concepto.
En el artículo Revolución no, zarpazo, en el periódico El Acusador, Fidel desmontaría el intento de Fulgencio Batista de legitimar el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, bajo el pretexto de que estaban amenazadas las conquistas sociales de la denominada Revolución del ‘30, en caso de salir victoriosos sus oponentes políticos en las elecciones.
La controversia no es únicamente cubana. Norman Hampson, apasionado de la Revolución francesa de 1789 y quien escribió uno de los textos más relevantes sobre ese proceso -que algunos investigadores ubican en un periodo de cerca de 80 años siempre en lidia con la contrarrevolución-, utiliza una imagen perfecta para quienes vivimos los sinsabores o bondades de un P en La Habana que busca sacudirse de la pandemia de la COVID-19 a partir del 15 de noviembre: “La revolución -dice- es algo similar a un autobús, en el que hay personas que hacen el viaje entero mientras otros se suben y bajan durante el mismo”.
En esta tan vaporosa como intransigente -por patriótica- Cuba, diríamos que no faltan quienes al intentar bajarse del carro de la Revolución pretenden limpiar su cobardía, cansancio o ausencia de entereza moral, en nombre de ella. Se trata, nada menos, de traicionar a la Revolución invocándola.
La anterior parece que será -cual émula de los golpes constitucionales en la región- coartada contrarrevolucionaria de la Cuba del siglo XXI. Lo más lamentable es que aparece cuando la Revolución apuesta a enlazar, como nunca, con sus raíces constitucionalistas, al proclamar, en la Carta Magna de 2019, su voluntad de erigir un Estado socialista de derecho y justicia social.
Dicha voluntad no llegó por simple azar al artículo primero de nuestra Ley de leyes. Más bien surgió de la autocrítica regular a la que siempre debe someterse nuestro proyecto de nación después de 1959.
Preocupado por los vacíos, desconocimientos o distorsiones ocurridas en este campo tan transversal para cualquier sociedad, el integrante de la Generación del Centenario e impetuoso predicador martiano, Armando Hart Dávalos, advirtió, mucho antes de las profundas rectificaciones de hoy, que quien violente la ley en Cuba, cualesquiera que fueran los propósitos que tenga, nobles o no, le abrirá el camino al imperialismo.
Hart, como otros revolucionarios de su generación, incluyendo a su líder Fidel Castro Ruz, exaltaba siempre la trascendencia de la histórica Constitución del ‘40, como expresión de una tradición jurídica criolla muy poderosa -que el Comandante en Jefe honró desde mucho antes de su autodefensa por los sucesos del 26 de julio de 1953-, y que en el presente, y sobre todo hacia el mañana, estamos en la responsabilidad de hacer predominar, especialmente, tras la proclamación del nuestro como un Estado socialista de derecho.
Esa herencia del derecho había tenido tanta influencia en el devenir cubano, sostenía Hart, que de violentarla flagrantemente le habían nacido a Cuba dos revoluciones. La primera tras la prórroga de poderes del dictador Gerardo Machado y la otra tras el golpe de Estado de Fulgencio Batista.
Lo más significativo del derecho y la constitucionalidad en Cuba hasta ahora, en que enfrentamos el efecto combinado de la COVID-19 con el más despreciable e inhumano oportunismo político de dos administraciones yanquis, es que nacieron de la Revolución y para la Revolución, nunca contra esta. Es una apostasía y una vergüenza intentar utilizarlos para su aniquilación, en componenda con los peores enemigos históricos de la nación.
En su afán de promover su iniciativa de un diálogo de generaciones en nuestro país, Hart insistía en configurar lo que llamó el eje del bien -eran los tiempos en que Bush hijo llevaba la guerra a los más “oscuros rincones del mundo”-, que solo podría erigirse, en su opinión, en base a cuatro factores esenciales: la cultura, la ética, el derecho y la política solidaria.
Habrá acaso un mínimo de esos preceptos en quienes en estas horas, por ignorancia, altanerías y jactancias irresponsables se confabulan con la jauría de odio y revanchismo que apuesta por provocar en esta tierra amada un baño de sangre bajo el plácido caramelo de una “revolución de colores”. ¿Podrá alguna vez la contrarrevolución representarlos?