Intolerancia, estereotipos y múltiples formas de violencia y discriminación atentan contra la calidad de vida de millones de niñas y mujeres afrodescendientes en el mundo.
A fin de exigir la reivindicación de sus derechos, visibilizar la opresión a que son sometidas y promover su plena inclusión, cada 25 de julio de celebra el Día internacional de la mujer afrolatina, afrocaribeña y de la diáspora.
La fecha fue decretada en 1992, durante un cónclave realizado en República Dominicana por líderes negras de América Latina y el Caribe, que se pronunciaron sobre la necesidad de combatir el racismo y el sexismo que confrontan a las mujeres afro con contextos de marginalidad y pobreza.
En el marco del Decenio Internacional de las Personas Afrodescendientes 2015-2024, varias naciones incentivan programas para contribuir a la erradicación de las injusticias sociales, heredadas tras siglos de trata transatlántica y uso abusivo y brutal de la mano de obra esclava.
El Programa nacional contra el racismo y la discriminación racial, aprobado por el Consejo de Ministros de la República de Cuba en noviembre de 2019, da fe de la voluntad política de la dirección del país por erradicar las “desventajas asociadas al origen étnico y el color de la piel, lo cual se traduce en asimetrías económicas y sociales y vulnerabilidades no suficientemente estudiadas, aunque perceptibles en la sociedad cubana actual”, según apuntan los investigadores del tema.
En el entramado social del archipiélago, las prácticas discriminatorias están enraizadas aún y se manifiestan en la cotidianidad, a veces de manera solapada pero no por ello menos perniciosa.
Una buena amiga periodista me comentó que, de pequeña, sufría cada vez que en la escuela sus compañeros le preguntaban si podían tocarle su pelo grueso y encrespado.
– ¡Qué duro es!, le decían y esto molestaba mucho a la niña, quien rogó a su madre que la llevara con la peluquera para alisar con un peine caliente su “pelo malo”. Eso de que tenía el pelo malo, se le repetían a diario y de tanto escucharlo, lo llegó a creer.
De mayor, descubrió la belleza de llevarlo suelto y sin tratamiento químico alguno. Por vez primera se sintió ella misma y experimentó una sensación de felicidad y libertad.
A pesar de ese cambio en su vida, mi amiga confiesa que siente como si debiera pagar un precio alto por elegir el estilo afro, que muchos asocian con suciedad, desenfado y falta de seriedad.
Para una mujer negra y profesional, una elección similar podría suponer el rechazo y la incomprensión de ciertos grupos que nunca la tomarían en serio.
Esa misma colega me contó que los vecinos de su pueblo, para referirse a ella y a su hermana, y a la crianza esmerada que les proporcionaron sus padres, lo hacían del siguiente modo: “Esas negritas son tan buenas y educadas, que parecen blancas”.
¡Cuánta ignorancia en una sola frase, cuánto racismo disfrazado de cordialidad, cuánto irrespeto!
Hay gentes que son racistas sin saber que lo son y otras a las que no les importa en absoluto serlo.
Sobre las mujeres negras pesan a diario también estereotipos denigrantes que las asocian con objetos de placer y figuras hipersexualizadas.
Siglos de historia no han logrado borrar esas configuraciones. Solo la educación en igualdad de razas y géneros hará posible el anhelo de una sociedad respetuosa y equitativa. Dicha educación ha de comenzar por la infancia.
Según la UNICEF, estudios recientes develan que un niño de cinco años es capaz de mostrar prejuicios raciales y desarrollar conductas, como tratar a las personas de un grupo racial mejor que a las de otro. Ellos solo imitan los patrones que aprenden en casa.
Conversemos con los pequeños de justicia, diversidad e inclusión. Enseñémosles que la grandeza de un ser humano, no se mide por el tono de su piel.