Tranquilos: Nadie va a desempolvar a Rómulo Gallegos en estas cuartillas que por fortuna escribo. Se trata aquí de un personaje real. Bárbara Caridad Mosquera Castro ha sido linda y merecidamente agasajada por su presunto retiro, en una reciente actividad de pueblo que llevó a enésimas mujeres de su barrio a poner en pausa la interesante novela cubana que transmite los miércoles Cubavisión.
Y digo “presunto” con total y bienvenido apego a la verdad. Al amanecer volvió a bajar la empinada escalera del céntrico hogar y partió, como cualquier otro día de rutina, “a darle una vuelta a mis muchachas”; a esas alumnas que andan apenas transitando el primer curso de la Licenciatura en Educación Prescolar. “Sería un crimen dejarlas embarcadas, como decimos en nuestra jerga, en el instante en que más me necesitan. Por eso decidí continuar con ellas durante este mes de julio, aunque no me paguen. Ya en agosto vuelvo a incorporarme al Centro (Centro Universitario Municipal de La Palma) … Te confieso que a estas alturas no he aprendido aún a despertarme sin hacer planes; no he conseguido quitarme de la mente el deseo de enseñar”.
Entendible. Son ya más de 40 años atada a la docencia, desde aquella entrañable era de la tiza y el borrador, hasta la actual, en la que la tecnología ha empezado a asentarse -en consonancia con el progreso- como soporte ideal del proceso formador. Sobre la trayectoria docente, abundaré en párrafos por escribir. Antes, creo imprescindible que nos remitamos a sus orígenes; a la felicísima época en que era ella, por conducta y lindura, la niña que toditos en la familia querían para sí en el Calimete natal.
De Los Indios, en Calimete, a maestra por circunstancia
Nieta de gallegos por ambas ramas, hace especial énfasis en el abuelo paterno. Se refiere con nostalgia palmaria al joven que un día por los años veinte dio el adiós a Orense en vísperas de la en ciernes Guerra Civil, y dirigió la proa de su vista húmeda hacia una Cuba que siempre se había dicho promisoria, en aras de próspero porvenir. Sería la suya una historia novelesca, caldo de cultivo para alguien con pretensiones de escarbar en la memoria común acerca de una parte esencial de nuestra identidad.
A su lado, la infancia de Bárbara mucho tendría que ver con la persona que en el decurso del tiempo ella llegaría a ser. “Qué intelecto; y no pasó de estudios básicos. En este entorno me crie: en medio de una familia humilde, pero con valores, por él defendidos y aplicados, que ni eres capaz de imaginarte. Sus diez hijos los aprendieron, y anduvieron por la vida guiados por lo que él con ahínco les enseñó”.
Fue niña precoz, al punto que -por fortuitas y asombrosas realidades- venció la primaria a los diez años, en la escuelita local de la cual conserva frescos recuerdos sobre sus maestros Lucía y Amado. A partir de ahí empezó a ensanchar horizontes, en fecunda etapa que signaría su andar profesional. “No puedo olvidar cómo, becada en secundaria, mi padre sacaba chance para llevarme y traerme, y a mis hermanos también, en la MZ que se ganó cortando caña. Nada podía competir con el avance de nosotros. Y le retribuimos tanto esfuerzo: los tres llegamos a graduarnos de la universidad”.
Noveno la llevó a estrenar escuela en el recién fundado Plan Citrícola de Jagüey Grande. “Mi letra era redondita, linda, y los profesores de Dibujo Técnico decían que podía estudiar Arquitectura. Me embullé. Pero en décimo nos reúnen y nos hablan de la necesidad de incorporarnos al “Manuel Azcunce Domenech”; y, por fortuna, cambié mis sueños y mis planes… Ahora lo sé”.
Adolescente aún, empieza a formar parte del legendario destacamento. Fueron cinco años en los que el amor por la profesión se le enquistó en el espíritu. “El 3 de septiembre de 1974, en mis Quince, di la primera clase, en una unidad apartada de la Vocacional “Carlos Marx”, en Jagüey Grande. Figúrate que éramos casi de la misma edad. Así y todo, me respetaban: eran muchachos escogidos; y distinta la época. Al tiempo, cursaba yo mis estudios de profesora en una sede del Pedagógico de Matanzas”.
Como parte de una política trazada para nivelar conocimientos, en 1979 matrícula en un Curso de Ampliación de dos años, período durante el cual recibe clases, entre otros, de la hoy viceministra del MINED Margarita McPherson, quien fungiera como tutora de la tesis con la cual se graduaría definitivamente. Habría de ser validada, entonces, como Licenciada en Educación en Ciencias Biológicas. Sin embargo, sucedió de otro modo.
Angola, Urbano y el amor
En julio de 1981, Bárbara es convocada para una misión educativa en Angola. “Fíjate cómo sería el juicio de McPherson sobre mí, que no tuve necesidad de discutir el trabajo de diploma. Decidió que me graduaba ya; que no podría ser este un impedimento para que yo marchara a África”. Y así ocurrió, para suerte de ella.
De improviso llegó el amor, a miles de kilómetros, impulsado por la atracción que sobrevino antes y después del beso primerizo del pinareño Urbano Álvarez Regalado, guajiro de buen talante junto a quien descendiera la escalera del avión tomada de la mano. Un enlace que ha perdurado pese al desgaste del tiempo; a las tantísimas contradicciones que implica vivir en comunión. “Mi compañero en las buenas y en las malas; esa persona sin la cual me habría sido imposible sobrevivir a la adversidad”.
Del matrimonio, que entre ires y venires acabó asentándose a gusto en La Palma, germinó ese hijo, orgullo de ambos: cibernético lleno de talento y decidido al emprendimiento, fiel a la familia, heredero del respeto y la decencia que le legaran aquellas historias viejas oídas desde niño en torno al bisabuelo José; y, más acá en el tiempo, guiado el hogar por la santa palabra de la abuela Nereida y el consejo sabio del abuelo Israel: hombre de honor, quien, viudo ya, viniera a vivir a este poblado hundido entre mogotes hasta que lo llamara la eternidad.
Tras el hijo, la nueva prole; la generación que habrá de subsistir hasta la llegada del próximo siglo. “Mi machito”, me dice con los ojos más contentos que le haya visto a Bárbara desde que nos tratamos. E, inevitablemente, mientras asiento y miro la foto que me enseña en la pantalla del móvil, viene a mi mente -cual instinto desgarrador por lo viejo que me hace sentir- el rostro gracioso de aquel bebé que convertía las compotas de manzanas rusas de la infancia en una golosina sin parangón.
Para Bárbara: Honrar, honra
La cita martiana no es simple frase de ocasión. El día en que me avisaron del público homenaje, a la vez secreto bien guardado para la agasajada, me acordé de Crónica de una muerte anunciada, una de las joyas literarias de García Márquez. Lamenté no poder asistir por asuntos personales, pero, en cuanto pude, me puse al tanto por mis vías de cómo había sido la celebración.
Conocí, por fotografías y testimonios de primera mano, acerca del festejo de barrio en que se transformó la idea, gestada oportunamente por profesores y directivos del Centro Universitario Municipal. Y, lo menos que podía hacer, era este tardío reportaje que hoy pongo en manos del lector de Guerrillero. El propósito que me animaba al escribirlo –y el que aún me anima- es poner un simple granito de arena en el justo tributo a una profesora inefable, dueña de esa verdad que queda expuesta cuando los que te deben su carrera te reverencian al pasar. “Para Bárbara” he escrito estas líneas, con infinito placer.
Gracias Juan Arsenio. Excelente artículo. Gracias Santiago.
Siento mucho orgullo al contar con tanto halago y reconocimiento. Trataré de ser útil siempre. Mis respetos y consideración para todos.