Hay enemigos que no marchan con botas ni anuncian su llegada con estruendo. Hay amenazas que se filtran como sombras, ocultas entre la aparente normalidad de la vida cotidiana. Las drogas son uno de esos enemigos silenciosos. No tocan la puerta, entran sin permiso. Y cuando uno se da cuenta de su presencia, ya han erosionado lo más profundo: la voluntad, la dignidad, el amor propio.
En las calles, en los hogares, en las escuelas, el drama de las drogas cobra forma cada día. Se manifiesta en miradas perdidas, en comportamientos erráticos, en familias que se rompen, en oportunidades que se esfuman. Cada historia de adicción es una tragedia particular, una lucha íntima y devastadora contra una fuerza que lo consume todo.
A menudo el inicio es casi imperceptible: una pastilla en una fiesta, una inhalación compartida entre risas, una jeringa impulsada por la curiosidad. Para muchos, el primer contacto parece inocente. Pero ese breve momento, que en ocasiones parece inofensivo, puede marcar el comienzo de una caída vertiginosa. Porque las drogas no muestran de inmediato su rostro real. Se presentan como alivio, como liberación, como una vía para evadir problemas. Pero esa promesa falsa pronto revela su verdadera cara: la de una prisión sin barrotes, donde el verdugo vive dentro del propio cuerpo.
Lo más doloroso es que esta realidad no discrimina. Puede afectar al joven con futuro prometedor, al profesional agotado, al niño desatendido, a la mujer que sufre en silencio. La adicción se alimenta del vacío, del estrés, del abandono emocional, de la falta de sentido. En sociedades cada vez más aceleradas y exigentes, donde a veces el éxito se mide en apariencias, muchos buscan una salida rápida a su angustia. Y ahí es donde las drogas encuentran terreno fértil.
Los daños no se limitan al individuo. Se extienden a su entorno inmediato: padres que no comprenden qué hicieron mal, madres que pasan noches enteras sin dormir, hermanos que sienten impotencia. A menudo, la adicción se convierte en un torbellino que arrastra todo a su paso: salud, economía, relaciones afectivas, sueños personales. Es un proceso progresivo de autodestrucción, que puede ser lento o vertiginoso, pero que siempre deja cicatrices.
En Cuba y en el mundo, el enfrentamiento a este flagelo es constante. No basta con la prohibición ni con la represión. Hace falta un enfoque integral: educativo, preventivo, terapéutico y humano. La escuela juega un papel esencial, como espacio donde se forjan valores, donde se promueve el pensamiento crítico y se cultiva la autoestima. La familia, por su parte, debe ser refugio y guía. La sociedad entera necesita entender que la adicción no es un problema aislado, sino un síntoma de realidades más profundas.
Es urgente reforzar las campañas de concienciación, facilitar el acceso a programas de tratamiento y rehabilitación, promover estilos de vida saludables y actividades alternativas que generen sentido de pertenencia y propósito. El arte, el deporte, la cultura, la participación social y el trabajo comunitario pueden convertirse en potentes herramientas para alejar a los jóvenes de ese precipicio invisible.
Y hay otra dimensión igual de importante: la necesidad de no juzgar, de acompañar con empatía. El estigma solo aleja y silencia. Quien cae en las garras de las drogas no necesita condena, sino apoyo, escucha, orientación. Nadie elige destruir su vida; muchas veces, simplemente no encuentran otra salida.
Es posible romper el ciclo. Hay historias de superación que inspiran, testimonios de quienes han tocado fondo y han logrado salir. Pero para que eso ocurra, es necesario que las puertas estén abiertas, que existan redes de ayuda eficaces, que se fomente la esperanza.
Las drogas son una amenaza real, persistente y multifacética. No debemos minimizarlas ni enfrentarlas con indiferencia. Nos corresponde actuar desde todos los frentes: educativo, familiar, comunitario, institucional. Solo así podremos evitar que más vidas se pierdan en ese abismo silencioso que, con frecuencia, comienza con una simple decisión.
Prevenir es sembrar futuro. Educar es salvar. Acompañar es amar. Y elegir la vida, por sobre todas las cosas, debe ser siempre la mayor victoria.