“Yo te voy a hablar y hablar y tú coge las palabras que más te gusten”, dice Dulce María Sánchez Díaz, Dule, mientras busca la manera de resumirme en pocas horas sus 100 años de vida, cumplidos el pasado 12 de septiembre.
“Ya no sé ni expresarme bien”, refiere; pero no es cierto. Lo noto mientras abre y cierra frente a mí las gavetas de su memoria, donde guarda intactas las risas de sus 11 hermanos, la voz de su mamá y las manos callosas de su padre, esclavo de la renta mensual de una parcela en la finca La Cantera, situada en el barrio San José, próximo al kilómetro tres de la carretera a Viñales.
En ese sitio se alzaban la casa humilde de la infancia de Dulce, provista de una mesa y algunos taburetes que las mujeres fregaban y luego ponían a secar al sol; y la escuela donde venció con mucho esfuerzo el sexto grado de escolaridad, porque tenía una maestra obcecada que la obligaba a escribir con la derecha sin comprender que la pequeña era zurda.
Un poco más allá estaba el asilo de San José de la Montaña, donde la niña cultivó la amistad de varias monjas.
“Me empezaron a confiar tareas sencillas como limpiar la capilla y lavar el mantel del altar. Luego me le colé en la enfermería a la hermana Concepción y la ayudaba en las curaciones de los ancianos, ya sea alcanzándole las pinzas, las tijeras o los antisépticos”, relata.
En ocasiones las religiosas agradecían sus servicios con pequeñas sumas que la muchacha entregaba a su familia, cuyo sustento dependía fundamentalmente de la cosecha de tabaco, actividad muy mal pagada por entonces.
“Papá era muy curioso para el terreno. A todos los hijos, menos a Cristina que estudiaba, nos llevaba para el fondo de la vega a escardar semilleros: ‘Tantos canteros para ti, tantos para ti y tantos para ti’, repartía el trabajo y partía a dedicarse a otros menesteres; pero a su regreso, el lugar tenía que estar limpio, las yerbas apiladas y todo arreglado”, prosigue su narración.
“Mi hermano Tite nos convencía de que hiciéramos su trabajo mientras él se adentraba en el monte a buscarnos marañones.
“Esa tarde nos bañábamos temprano, tostábamos las semillas de las frutas y nos dábamos tremendo banquete”.
Tite era el apodo con que la familia bautizó a Antonio Sánchez Díaz, muchacho perspicaz y lleno de proyectos, quien una mañana abandonó su hogar sin avisarle a nadie y emprendió un largo viaje hasta la Sierra Maestra, con el empeño de unirse a la base guerrillera que Fidel tenía en aquellos parajes. Allí ganó poco a poco la confianza de sus superiores y también su admiración.
Alguien en el campamento lo llamó Pinares un día y se le quedó para siempre ese nombre, evocador de la tierra natal de aquel recolector de marañones que, en medio de la pobreza, halló un modo de contentar a sus hermanos y en la guerra dio lecciones de valor a sus compañeros de lucha.
Dule lo recibió orgullosa cuando volvió a casa con los grados de comandante en 1959 y lo lloró sin consuelo años después, al saberlo muerto en la selva boliviana, donde Antonio integró la guerrilla del Che bajo el seudónimo de Marcos.
“Cada día de mi vida echo de menos su presencia y daría cualquier cosa por cambiar lo que le pasó; pero ese fue el destino que él eligió”, señala la anciana y rememora las veces que de niños cargaron juntos las garrafas de leche que vendían a las monjas y aquel 31 de diciembre en que Tite la acompañó a su boda en la catedral.
La vida no siempre fue gris. Dule encontró felicidad en su trabajo de auxiliar de enfermera en el internado Isabel Rubio y en su matrimonio con Antonio María Batlle, su querido Eñe.
“Un día fuimos de paseo a Viñales y Eñe paró el carro en un punto cerca del hotel Los Jazmines, donde había una casa de campo muy curiosa, de techo de guano, portal corrido y ventanas grandes.
-Así va a ser la nuestra, me dijo y allí mismo agarró una hoja y pegó a pintar un modelo igual.
-¿Eñe, cómo va a poder ser?, dudé yo.
-Tú verás, respondió él y construyó para mí la casita más linda de toda la carretera a Viñales.
“Mi esposo tenía un puesto de portero en el Hogar Materno y era tan honrado y serio que le confiaron después el almacén. En los días libres, se iba a trabajar en la vega con su padre y a la vuelta me traía leche de vaca porque sabía lo mucho que me gustaba para desayunar. Fuimos felices como muy poquiticos matrimonios y me trató hasta el último día como mismo lo hizo desde el primero”.
Eñe falleció hace pocos años y Dulce sintió que con él moría también una parte de sí misma. Aprender a lidiar con su hogar vacío ha sido el reto más fuerte de su vejez; pero ella es consciente de que vivir 100 años entraña perder cosas y decir adiós a gente amada.
Agradece lo vivido y se refugia en otros amores que aún le quedan, como el de su hermana Cristina, siempre incondicional.
Se regocija de su buena salud, de poder caminar todavía y recordar sin lagunas su vida completa.
-¿Cómo pudo llegar así a esta edad?, le pregunta la gente y su respuesta es invariable:
-Fui pobre siempre pero muy aseadita y trabajé un mundo. No se puede ser vago si uno quiere vivir mucho tiempo.