La globalización, por concepto, es un proceso histórico de integración mundial en las esferas política, social, económica, tecnológica y cultural. Explícito desde finales del siglo XX, los estudiosos del tema lo traducen como el resultado de la consolidación del capitalismo, de los principales avances tecnológicos y de la necesidad de expansión del flujo comercial mundial.
En el ámbito cultural, la globalización fortalece el comercio internacional de obras y servicios artísticos, impulsa el desarrollo tecnológico (que no pocos autores contemporáneos emplean como herramienta o medio), la promoción de los creadores, la difusión de valores estéticos internacionales y propicia numerosos procesos de intercambio cultural. No obstante, puede acarrear la pérdida de las identidades culturales tradicionales a merced de una cultura global, impuesta por las grandes potencias.
El crecimiento de los mercados de consumo y el intercambio de productos artísticos (dígase el cine, la radio, la televisión, la música, la literatura, la danza, etcétera) han generado conexiones a escala mundial. Ante esa oleada de influencias estéticas globales que reproducen esquemas sociales ¿prevalece la cultura de los países no desarrollados?
La integración multidisciplinaria que la globalización propone (el arte ligado al diseño, al turismo, la publicidad…) convierte la creación en objeto de consumo, y lo que no se consume se rechaza, no sirve. Como resultado, los artistas buscan integrarse a esta maquinaria siniestra (puede que hasta inconscientemente) con un arte cada vez más igualado.
Ojo. No son todos los creadores los que incurren en esta práctica. Muchos defienden su herencia cultural, los ritmos y colores de sus patrias y se proclaman la excepción de la regla, a riesgo de quedar rezagados dentro de un catálogo internacional. Pero… ¿y el resto?
El poeta, ensayista y docente colombiano, Carlos Fajardo Fajardo, escribió en su artículo Arte, cultura y globalización en era de rentabilidades:
“La oferta y la demanda manejan al artista como cualquier producto de uso y de cambio. De allí su proceso de exposición constante en los medios para cotizar cada vez más su imagen. El valor de su obra –que ahora es artefacto u objeto de consumo– está determinado por la promoción mediática y la difusión masiva que de esta se realiza. Es el arte no de las propuestas filosóficas trascendentales ni de las estéticas de la revuelta, sino el arte de los mercaderes. Ante el artista rebelde se impone un artista del confort”.
Ya decía que la globalización cultural subvierte el valor espiritual del objeto artístico por un valor de consumo; lo cual quiere decir que el precio y la resonancia mediática de la obra es más determinante que la obra en sí.
Fajardo también afirma que el flujo económico le impone al objeto artístico competencias, rentabilidad, marca comercial, publicidad y corredores de arte que sustituyen conceptos como la creatividad, la originalidad, la emancipación, la subversión y la experiencia poética. “En este juego de precios y valores que rige al arte, a mayor promoción mediática del objeto mayor es su precio”, manifiesta.
Sí creo que el arte despierta relaciones con el poder, de hecho, ha constituido un instrumento de las organizaciones políticas y a la vez, un medio de resistencia a lo largo de la historia. Sin embrago, el arte sujeto a las prerrogativas del mercado cae en fórmulas reduccionistas, glorificadas por el alcance del producto y su distribución mercantil.
¿Solo el arte está cambiando en tiempos de globalización? No. También lo hace su público, paulatinamente convertido en simple consumidor. Hoy acudimos a una banalización de la experiencia estética, en la que pocos espectadores justiprecian la carga emotiva, teórica y formal de una pieza. Aprecian y compran lo exhibido y ¿qué es lo exhibido?, aquello que ha pasado antes por el filtro de las industrias culturales.
La creación, la difusión, la recepción y comercialización del arte contemporáneo no están exentas de la lógica de esas industrias culturales en las que muchas veces se confunde cultura con entretenimiento. Incluso, ellas definen cómo debe verse o “presentarse” un artista frente a su sociedad, en tanto, construyen un envoltorio atractivo para venderlo junto a su obra.
En este sentido, el cine es el producto cultural de masas de mayor impacto. Expertos hablan sobre “una pantallización de la cultura”, en el que el “star system” transforma a los seres humanos en estrellas, no solo por sus virtudes físicas sino por sus cualidades dentro de sectores políticos, científicos, humanistas.. Ese “vedettismo” también ha sido impulsado por la televisión, multiplicado en ordenadores y celulares.
Internet ha sido la mano derecha de la globalización en su función de interconectar al mundo. En cualquier región, desde su ordenador o su teléfono móvil, una persona tiene acceso a productos audiovisuales internacionales. La red de redes, por supuesto, facilita incontables ventajas dentro del universo cultural como la inmediatez de la información y el acceso a ella en sí, la reducción en los gastos de difusión de la obra, la multimedialidad y la disposición de hacer artista a un aficionado mediante cursos online o aplicaciones de diseño, edición, photoshop…
Ahora piense, ¿todo lo que se publica en internet con fines culturales es arte? ¿Todo el que sube contenido a la red tiene talento sobrado para distinguirse como creador? Sin embargo, eso que se sube online sí se consume, en mayor o menor medida. Por eso, cuidémonos de la vulgaridad y la frivolidad de algunos materiales que nada nos aportan.
Además, –y esto no es regla general– internet fecunda un arte más homogéneo, debido a la propia oferta de libre información y a la reproducción de modelos exitosos. Por ejemplo, puede ser común hoy que en Holanda se efectué una puesta en escena que aborde el contexto argentino o que músicos de Alemania toquen una timba cubana. En igual medida, un creador que busca espónsor o contrato con alguna galería extranjera puede renunciar a su estilo para seguir la línea visual de la institución o el patrocinador, con el fin de ser aceptado.
¿Dónde queda lo auténtico, si en la sociedad contemporánea los artistas están más preocupados en ganar dinero y ser célebres, que en la trascendentalidad de su obra?
Francisco Rodríguez Pastoriza, profesor de Información Cultural de la Universidad Complutense de Madrid en El arte y la cultura en la era de la globalización declara que “el mercado ha colonizado los modos de vida, hay un consumo bulímico, el planeta se ha convertido en un microuniverso de acceso instantáneo. En tanto, la nueva cultura ha eliminado los límites entre la alta cultura y la cultura comercial. La comercial es reconocida como cultural”.
Pastoriza además define la cultura en función de cuatro “valores universales” de la contemporaneidad: el hipercapitalismo, la hipertecnología, el hiperindividualismo, y el hiperconsumismo. El primero aborda la homogeneización de la cultura debido a la inseguridad colectiva e individual en época de crisis económica. El segundo, la dependencia a las tecnologías y la ansiedad por la novedad. El tercero refiere la enajenación del individuo a través del ordenador, el teléfono móvil, los videojuegos, la televisión. El cuarto se traduce en las compras compulsivas y los endeudamientos, así como las frustraciones de quienes no pueden comprar.
Inmersos en ese contexto, preguntémonos: ¿el poder de los creadores ha sido desplazado por la hegemonía de los medios, seducido por la publicidad y el marketing? ¿El objeto artístico se convertirá solo en una mercancía con la etiqueta de “arte”?
La globalización es un hacha afilada sobre el cuello de los países menos desarrollados. Aprovechemos sus bondades para promocionar nuestra cultura. Ante la tentación de modelos importados, no eludamos la tradición de la que somos hijos, porque de lo contrario ¿quiénes seríamos?.