El buque La Plata, procedente de Cuba, arribó en octubre de 1975 a Punta Negra, Angola. A bordo viajaban 480 especialistas militares cubanos, a quienes se les había confiado la creación de cuatro escuelas para reclutas (también conocidas como Centros de Instrucción Revolucionaria), en puntos estratégicos del país africano.
La pesada carga de hombres, alimentos, combustible, armamentos y municiones hacían que una parte significativa del casco del carguero quedara sumergida, aplastando la línea de flotación.
A Pastor Crespo Contreras, un joven capitán, le asombró la forma en que el buque se elevó luego a ras del agua, cuando le fue retirado todo aquel peso en el puerto de destino.
Nunca había visto algo semejante. También le asombró la naturaleza de aquella nación; la majestuosidad de la selva de Maiombe en la provincia de Cabinda, a donde se dirigió su grupo. Allí los árboles se elevaban a muchos metros de altura y la vegetación crecía densa.
Cabinda era una región peligrosa debido al tesoro de diamantes y petróleo de su subsuelo, pero sobre todo a causa de su geografía estratégica. Estaba separada de Angola por el río Congo y por un corredor zairense de 64 kilómetros de ancho.
Unidades del ejército de Zaire y del Frente para la Liberación del Enclave de Cabinda (FLEC) ambicionaban apoderarse del territorio a toda costa y el ocho de noviembre de 1975, alrededor de las 11 de la mañana, atacaron por dos zonas al este de la provincia.
Los integrantes del Movimiento Popular para la Liberación de Angola (MPLA), en alianza con los cubanos, decidieron hacer frente a la invasión.
“A mí me ordenaron avanzar hasta Chingundo y entablar combate con el enemigo en ese punto”, rememora Pastor, quien lideraba una unidad de poco más de 100 soldados angolanos, a quienes había entrenado personalmente, con la ayuda de tres instructores cubanos.
“Los angolanos bajo mi mando eran muchachos jóvenes, venidos de aldeas distantes y pobres. Llegaron descalzos y tuvimos que ofrecerles ropa y zapatos. Les enseñábamos cosas prácticas, porque no había tiempo para teorías:
-Soldado, atienda. Esto es un AKM. Así se dispara.
“Enseguida logramos comunicarnos con ellos, pese a los diversos dialectos que hablaban y surgió una camaradería tremenda”, prosigue Pastor.
De madrugada partió su tropa a la batalla. Los camiones los conducían a través de caminos oscuros en los que era imposible distinguir nada. Con las primeras luces del día, también llegaron las primeras balas enemigas.
“Tuvimos que detenernos e improvisar en pocos minutos unas trincheras para meternos acostados. La suavidad de la tierra nos facilitó el trabajo de abrir los huecos con las palitas de infantería que llevábamos encima”, detalla.
“Recuerdo que como a uno o dos kilómetros de la posición que ocupábamos se emplazó un mortero nuestro, pero el oficial que lo operaba no calculó bien el ángulo y los proyectiles empezaron a caer muy cerca de donde estábamos.
“Preocupado por aquella situación, envié a Kindelán, un teniente cubano, a advertirle al artillero que nos estaba tirando a nosotros en lugar de a los adversarios y Kindelán partió a cumplir la orden. Lo seguí con la vista algunos metros y por un momento observé cómo una bola prieta descendía en su dirección.
‘“Me mataron a Kindelán’, sufrí para mis adentros, pero estaba en un error, porque aquel negro altísimo y fuerte retornó sano y salvo, eso sí, con la cara y el uniforme cubiertos de polvo”.
Los hombres de Pastor permanecieron tres días completos en sus trincheras, sin comer ni beber agua y bajo el asedio constante del enemigo.
“En un momento me vi sin municiones y tuve que enviar a un chofer solo, bosque adentro, con una nota para el comandante Vázquez, mi superior: ‘Mande municiones de todo tipo. El enemigo no pasará por aquí’: Capitán Pastor”.
A las dos horas, aquel chofer, un anciano, llegó con su camión cargado. Pastor no recuerda su nombre, pero sí su rostro simpático y la voluntad de servicio de aquel soldado de la reserva. Supo que murió meses después de un infarto, mientras manejaba por un puente alto, desde el que su carro se despeñó al vacío. El esfuerzo de combatientes anónimos como él fue decisivo en la victoria militar cubano-angolana concretada en Cabinda el 12 de noviembre de 1975.
Alrededor de un año más debió permanecer en Angola Pastorcito, el menudo narrador de esta historia.
Mientras desandaba caminos minados, sufría emboscadas y atestiguaba como caían heridos o muertos algunos de sus compañeros, su familia lo imaginaba estudiando en la Unión Soviética, porque eso les comentó antes de partir.
Su mujer supo que no era cierto lo de la URSS por un vecino de su edificio en Consolación del Sur, subcomandante herido de gravedad en Angola y trasladado de vuelta a la isla, quien le aseguró haber visto a Pastorcito por allá.
Una tristeza desconocida se apoderó entonces de Dulce y ya no tuvo más sosiego hasta que pudo abrazar a su amor.
El día que su esposo arribó a la Patria ella se hallaba con el hijo de ambos, pequeño de cuatro años a quien Pastor apodaba “El jaba’o”, en casa de sus parientes en San Luis.
Los vecinos del combatiente, ansiosos de que este se rencontrara con los suyos, hicieron traer a Dulce y al niño en taxi desde San Luis hasta Consolación.
Pastor nunca se sintió tan dichoso como cuando los vio avanzar hacia él.
En nuestro diálogo evoca otros momentos significativos de su vida como el día que le confirieron el grado de coronel, su experiencia docente en la academia de las FAR General Máximo Gómez, su trabajo al frente del Estado Mayor Municipal de La Palma y su gestión como presidente de la Asociación de Combatientes en el municipio de Pinar del Río.
Esta última responsabilidad, asumida durante su vejez, debió delegarla en otra persona, pues sentía la necesidad de descansar.
Tiene 80 años ahora y aún saca fuerzas para dar vueltas a un hermano enfermo y hacer los mandados de su propia casa, en el reparto Celso Maragoto.
A quienes como yo, se asomen a su pasado, les hablará lúcido de las aventuras vividas en la selva de Maiombe, de las personas que allí conoció como el zapador Estebita, apenas un niño jugándose la vida en los campos de minas. También describirá los árboles destruidos por el huracán de las ametralladoras cuatro bocas, la tierra mordida por los obuses y los hombres carcomidos por la guerra.
Y para calzar su relato, mostrará una foto estrujada de aquel tiempo. Al centro está él, con el revólver enfundado en el cinturón, rodeado por sus compañeros de entonces, parte de los héroes que se batieron en Cabinda.