A 53 años de su muerte, el periódico Guerrillero en la provincia Pinar del Río retoma este trabajo de la periodista Susana Rodríguez Ortega.
Antonio retornó a su casa en el barrio pinareño de San José con la ropa hecha jirones, los zapatos destrozados como los de un pordiosero y el cansancio acumulado de semanas buscando a Fidel por las serranías de Oriente, sin hallarlo.
Durmió un día entero, pasó una temporada corta con los suyos, vendió sus enseres de albañil-encofrador y partió de nuevo. A la gente le decía que iba a El Cobre a pagar promesa por una cicatriz que le dejó en el cuerpo el pasquín de un político de la época. Era cierto lo de la herida, se había enterrado una astilla grande mientras intentaba desmontar el pasquín; pero la promesa era inventada para descubrir el paradero de los revolucionarios sin levantar sospechas.
Llegó a la comandancia rebelde de la Sierra Maestra en abril de 1957 sin credenciales del Movimiento 26 de Julio ni otro aval que su palabra. La izó como una bandera entre los hombres y estos empezaron a creerle, le apodaron Pinares, como su tierra natal, le confiaron la única ametralladora calibre 30 del grupo y escucharon sus historias de gallos finos de Vueltabajo, campeones de todas las lides “porque comían piedra en vez de maíz”.
Cuentan que una bala desbarató la vida del capitán Andrés Cuevas en la batalla del Purialón y los soldados corrieron a cargar el cadáver, llorosos: “¡Aquí no se pelea con lágrimas sino con tiros!”, los requirió Pinares.
Después de Purialón, fue ascendido a capitán y más tarde lo hicieron jefe de la retaguardia de la columna invasora Antonio Maceo, lidereada por Camilo Cienfuegos. El cuatro de enero de 1959, recibió de manos de su jefe, el grado de Comandante. En lo adelante ocuparía varios cargos en las Fuerzas Armadas Revolucionarias en sitios como Isla de Pinos, Camagüey, Oriente y Pinar del Río.
“Mi hermano Tite”
Los árboles de la finca La Cantera fulguraban blancuzcos desde la carretera con sus troncos pintados de cal de la mitad para abajo.
Antonio encontró bellísima la choza de tablas y guano de su familia, engalanada para recibir el año 1959. Besó las paredes, se abrazó a las hermanas lloronas y posó para una foto con sus largos y puntiagudos bigotes.
Años más tarde, Dulce enmarcó el retrato y lo colgó en la sala, de frente a la puerta que da a la calle Isabel Rubio. Antonio sonríe con sus dientes perfectos a la gente que se adentra a la casa, sonríe, por ejemplo, al reparador de celulares que tiene su mesa en el portal de Dulce y a mí, que vine a entrevistar a la anciana.
Dulce tiene en los ojos café una nata azulosa. Dice que hablará poco porque está triste, pero hablará mucho, de su hermano, el del cuadro, de Tite como le puso ella.
“Éramos una familia numerosa y debíamos 150 pesos anuales por el arriendo de una finca de tabaco en el dos y medio de la carretera a Viñales. El tabaco valía a tres pesos el quintal y a veces había que vender una vaca de leche o un buey para completar el dinero de la renta.
“Tite era el quinto de 11 hermanos. Muy honradito, aunque hambre tuviese nunca fue a las vegas ajenas a robar frutas. Tenía para salir una sola muda de ropa, una camisa azul linda, con un cuadrado rojo en el pecho.
“Juntos vendíamos leche en el convento de San José. Poníamos el cacharro en un palo, él lo cargaba por un extremo y yo por el otro. Salíamos casi de madrugada para llegar antes del desayuno de las monjitas.
“En la curva había una planta, barba de indio le decían en el campo. Sonaba raro cuando el viento la batía. Un día me asusté porque pensé que alguien nos estaba llamando para hacernos mal. ´Yo no paso, ¡qué va! ´, le dije a mi hermano, que era más chiquito que yo. ´Baja el cacharro, Lule‘, mandó él y arrancó una mota de la barba aquella para que yo perdiera el miedo a las voces.
“Papá hacía unas cosechas de tabaco muy buenas. No dejaba que nadie pasara sobre la tierra mojada de los semilleros. Mis hermanas y yo teníamos que escardar los canteros nuestros y los de Tite que muchas veces se escurría: ‘Ustedes me adelantan mi trabajo y me voy a cazar pajaritos para freírlos en la tarde. ¡Ah, y les voy a traer marañones!´.
“¡Ay niña, y qué felices éramos!”.
¿Por qué le decían Tite?, pregunto.
“Para chiquearlo. Mira, cuando su hija nació, él se arrimó a la cuna en el hospital: ‘¿Qué dice mi Totica?, ¡Ay qué linda mi Totica! ‘ Y Totica se le quedó para siempre. Así mismo pasó con él”.
Dulce me pide encontrarnos al día siguiente en casa de su hermana Cristina, en la calle Ormani Arenado (Rosario). Las tres nos vemos allá. Cristina se pierde en el cuarto buscando fotos y artículos de prensa sobre la vida de Pinares. No trae casi nada.
“Presté mi dossier y no lo devolvieron”, se queja.
“Hay tantas anécdotas lindas de Tite. ¿Lule, tú te acuerdas de Las Pilotos?”, -interroga a su hermana. Dulce asiente.
“Mira niña, esas eran unas mujeres muy lijosas que vivían en la vega vecina. Iban a los talleres de corte y costura en el pueblo y decían que nunca se casarían con guajiros”.
“¡Feas y narizonas a partirse!”, agrega Dulce.
Cristina prosigue el relato: “En la vega de nosotros había matas de guayaba y marañón, y un día Tite embarró las frutas con ají guaguao y se las ofreció. ¡Pobrecillas!”, se ríe.
“Un domingo, antes de partir para Bolivia, se apareció en mi casa con un guanajo. Hicimos una comida familiar. De saber que era la última vez que lo veía, lo habría abrazado bien duro”, concluye Dulce.
Marcos
Pinares se integró a la guerrilla del Che en Bolivia el 20 de noviembre de 1966. Marcos fue su nombre en aquella aventura casi suicida de lanzarse a la boca de la selva boliviana.
En la guerra, los héroes-hombres yerran: desesperan por agua, toman decisiones erradas, equivocan grutas, ignoran órdenes, riñen con sus compañeros. Como héroe-hombre al fin, Marcos tuvo sus faltas. Al respecto anotó el Che en su diario:
13 de enero: Hablé con Marcos; su queja era que se le había hecho crítica delante de los bolivianos. Su argumentación no tenía base; salvo su estado emocional, digno de atención, todo el resto era intrascendente.
28 de febrero: Marcos da continuos dolores de cabeza.
19 de marzo: Recibo un largo informe de Marcos en el que explica sus andanzas a su manera; llegó a la finca contra mis órdenes expresas.
22 de marzo: (…) Salimos dejando abandonado el campamento (…) con alguna comida, precariamente guardada (…). Llegamos abajo a las 12, constituimos un grupo de 47 hombres, contando visitantes y todo.
Al llegar Inti me planteó una serie de faltas de respeto cometidas por Marcos, yo me exploté y le dije a Marcos que de ser cierto sería expulsado de la guerrilla, contestando él que moría antes fusilado.
Los héroes-hombres mueren antes fusilados, nunca abandonan.
La última observación sobre Pinares en el diario del Che fue escrita el 15 de abril de 1967: Se completó el armamento del grupo, asignando la ametralladora 30 a la retaguardia (Marcos), teniendo de ayudantes a los de la resaca.
Dos días más tarde, la guerrilla se dividió en dos en un sitio conocido como Bella Vista, en las márgenes del río Ikira. Marcos quedó bajo el mando de Joaquín (Vitalio Acuña). Una persecución incesante se desató contra este grupo, integrado en su mayoría por enfermos.
El dos de junio de 1967, mientras Marcos caminaba con el boliviano Víctor (Casildo Condoni Vargas) rumbo a un caserío campesino, en busca de comida, cayó fulminado por un disparo.
Él, que amaba desde que era un simple albañil “las cosas grandes porque se ven de lejos”, se encogió como una semilla sobre el suelo áspero de la muerte. Hoy hay retratos suyos colgados en los museos y avenidas con su nombre. Los héroes-hombres son pequeños dioses que nos inventamos, tan parecidos a nosotros mismos, tan imperfectos, como sublimes.