El 27 de noviembre de 1891 José Martí intervino ante un público de obreros cubanos emigrados en ocasión de cumplirse 20 años del fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, condenados injustamente por el colonialismo español. Allí, en el liceo cubano de Tampa, Martí pronunció el discurso conocido como Los pinos nuevos que, tras la descripción de «un paisaje húmedo y negruzco» –«corría turbulento el arroyo cenagoso; las cañas, pocas y mustias, no mecían su verdor quejosamente, como aquellas queridas por donde piden redención los que las fecundaron con su muerte, sino se entraban, ásperas e hirsutas, como puñales extranjeros, por el corazón: y en lo alto de las nubes desgarradas», dijo el Apóstol–, terminó con una visión plena de optimismo. Sus palabras finales son una metáfora en la que se define a sí mismo, y a quienes lo escucharon, como continuadores de una gesta inconclusa: «Rompió de pronto el sol sobre un claro del bosque, y allí, al centelleo de la luz súbita, vi por sobre la yerba amarillenta erguirse, en torno al tronco negro de los pinos caídos, los racimos gozosos de los pinos nuevos: ¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!».
Como la columna invasora de Antonio Maceo que, en la Guerra necesaria, no sale de otro lugar que no sea de los Mangos de Baraguá, la idea de la continuidad siempre ha estado presente en el discurso y en la acción de los más radicales revolucionarios cubanos. Entrelazándose como las espirales de un adn, en Cuba los objetivos –permanentemente desafiados y desafiantes, de independencia nacional y justicia social, por los que cargaron al machete los mambises de 1868– han pasado de una generación a otra. Sin embargo, solo han podido mantenerlos en pie siendo capaces de renovar los métodos para defenderlos, no con un continuismo dogmático, sino, precisamente, con lo que Fidel definiera el 1ro. de mayo del año 2000 como «sentido del momento histórico».
Es justamente la continuidad de «una carga para matar bribones» lo que, en voz de Rubén Martínez Villena, reclamaron los primeros intelectuales cubanos que rescataron «el sueño de mármol de Martí» para enfrentarlo con la república dependiente y corrupta que Estados Unidos impuso en Cuba. Fue «el heroico gesto de Maceo» al que acudieron Raúl Gómez García –el poeta que fue al Moncada convocado por Fidel– para invocar una continuidad de fines de esa acción con los objetivos de sus mayores: «la idea de todos los que han muerto», escribió el poeta de la Generación del Centenario.
¿Se puede acusar por ello a los revolucionarios de la Generación del 30 o a los moncadistas de continuismo? ¿De qué supuesto manual mambí copiaron la huelga general que derribó a Machado, o el asalto del 26 de julio que el Che definiera como «rebelión contra las oligarquías y los dogmas revolucionarios»?
El líder del Moncada, el mismo Fidel que planteó en su discurso, por los cien años de lucha, que «en Cuba solo ha habido una revolución: la que comenzó Carlos Manuel de Céspedes el 10 de Octubre de 1868», es un rupturista y un renovador en las vías por continuar la epopeya cubana por la justicia y la soberanía, que sacó, de los desafíos enemigos y los reveses propios, lecciones convertidas en formidables contragolpes. Son más conocidas las exitosas respuestas a las agresiones imperialistas, pero la institucionalización posterior a la zafra de los diez millones, el proceso de rectificación de errores, la batalla de ideas, son rupturas en busca de efectividad para sostener los objetivos supremos de la Revolución, de acuerdo con cada momento y el aprendizaje constante que supone construir el socialismo en las condiciones de un país como Cuba.
El proceso de sucesivos debates populares que, bajo el liderazgo del General de Ejército Raúl Castro, condujo primero a la aprobación de los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución, y luego a la proclamación de una nueva Constitución socialista, ha parido renovaciones que buscan hacer sostenibles las aspiraciones por las que la inmensa mayoría de los cubanos ha luchado a lo largo de siglo y medio, en un contexto radicalmente diferente al de la anterior Carta Magna, a la vez que se establecen nuevas metas, en concordancia con las expectativas de hoy.
Si a pesar de agresiones externas y deficiencias internas, hay continuidad en una Revolución constantemente agredida por el imperio más poderoso de la historia, no es precisamente porque esta se haya estancado en un continuismo complaciente, sino porque el pueblo que la sostiene ha sabido, guiado por un liderazgo que le ha sido leal siempre, encontrar nuevos modos para seguir defendiendo lo que quiere ser, y no lo que, desde el Norte, 13 administraciones estadounidenses han hecho de todo por imponerle.
El 8vo. Congreso del Partido Comunista de Cuba, en un entorno desafiante que pudiera recordarnos, en una mirada superficial, el «paisaje húmedo y negruzco» descrito por Martí en Tampa, bien pudiera llamarse el de los pinos nuevos. Una generación, hija de los mambises con barba que bajaron de la Sierra Maestra, se pondrá al frente del Partido que vela por los sueños de los humildes de esta Isla. Es la misma a la que el compromiso con la historia no le ha impedido llamar a «trabajar distinto», como ha insistido el Presidente Díaz-Canel, frente a un bloqueo más duro que nunca y afectados por la peor crisis global.
Que este país haya podido cuidar de los suyos para que aquí se salven de la pandemia más personas que en cualquier nación de nuestro entorno, y que sometiendo a la crítica profunda nuestras deformaciones haya echado a andar un ordenamiento retador, al que siguen y seguirán nuevas decisiones para desatar todas nuestras potencialidades y enderezar una pirámide por demasiado tiempo invertida, son razones para el optimismo. Que se ponga al frente del país la generación que ha salido a curar al mundo, y que pronto tendrá sobre sus hombros alguno de los tres nombres con que hoy se describe la inteligencia y el conocimiento que el socialismo ha sembrado en Cuba –Soberana, Abdala y Mambisa–, con el orgullo de ser continuadores de Martí y Fidel, lo son aún más.