Tiempos de crisis despiertan lo peor del ser humano. Sacan esa necesidad primaria y salvaje de sobrevivir a toda costa, deja a un lado las cuestiones que atañen asuntos de civilización, ética, moral, inclusive, eso que nos vale el título de “humanidad”.
En un contexto de este tipo surge el síndrome del yo: yo quiero, necesito, deseo, incluso las opiniones y creencias propias, por sobre lo que otros, en igual condición, puedan pensar.
Se rompen moldes, comienza una prostitución de valores que en el mercado negro ni siquiera necesitan de un buen precio para venderse. Se vuelve a la economía básica del intercambio por equivalentes, y hasta una promesa, sin intenciones de realmente materializarse, puede ser suficiente para que la transacción se haga efectiva.
Hoy casi todo se ampara en la pobre excusa de: “Es que la situación está difícil”, se cambian los roles al punto de que ser buenos, intentar ser correctos, se ha vuelto característica de seres raros, como organismos extraños a un ecosistema, que parece no notar que está enfermo, contaminado.
También está el tema de los derechos y las proclamas en torno a estos. “Tengo el derecho a dar mi opinión”, “a que se me escuche”, “a vivir bien”, “a decir lo que pienso”, y entre tanta proclama de derecho, una interrogante: y los deberes que justifican esos privilegios, ¿los cumples?
Porque una opinión que falte a la verdad o responda únicamente a intereses personales no resulta válida en espacios públicos, sobre todo cuando no se cumple con el deber ciudadano de ser cívico.
Ser escuchado si lo que se va es a ofender, mentir o construir sobre falsos principios, no es consecuente con el deber de estar informado apropiadamente.
El vivir bien, sin afanarse, es una utopía, se requiere estudio; sacrificio en el trabajo; capacidad de solución; producción para ti, los tuyos y los demás. Somos seres sociales, categoría que implica necesariamente la convivencia y correlación existencial.
Por último, pero no menos importante, rompiendo con la lógica de que el habla es la expresión material del pensamiento, cómo se va a escuchar lo que algunos tienen que expresar, si al comenzar la exposición de sus argumentos queda claro que no les antecede un razonamiento, al menos, lógico.
Puede ser que la paradoja de esta disyuntiva, tan común en el mundo actual de derechos y deberes, esté en que debamos cumplir primero con lo segundo, para garantizar, tal vez, incluso justificar, el acceso a las retribuciones.
Porque queda claro que no es ni justo ni equitativo seguir disfrazando el egoísmo, la mala praxis, el deterioro social que cada vez es más palpable con una realidad que es dura, difícil, pero no inmune al cambio.
Es preciso dejar de esperar a que sea el otro quien venga a solucionar mi problema, de que sean las manos extrañas las que moldeen el futuro. Sustituir la caridad por el compartir, el ayudar por los donativos, la lástima por la comprensión, el comentario por la idea oportuna que permita realizar proyectos transformadores.
No es válido construir un porvenir propio que dependa de agentes foráneos a intereses, realidades, a todo lo que se pueda nombrar propio, porque la felicidad, y eso todos lo saben, es un fin compartido, con matices diferentes para cada uno.
En un país con una historia de resistencia, de lucha, de romper moldes por no ajustarse a otra cosa que no sea su verdad, cuya ley primera, dijo José Martí, debe ser el culto a la dignidad plena del hombre, no corresponde otra cosa que equilibrar ese balance del dar y recibir, de deberes que forman derechos.