El ensueño de plantar en tierra virgen la semilla del ballet

Aunque no discrimina colores, le servimos en la taza azul, porque: “… siempre me ha gustado la tranquilidad”.

Aunque no discrimina colores, le servimos en la taza azul, porque: “… siempre me ha gustado la tranquilidad”. / Fotos: archivo de la bailarina y Luis Martínez Cruz.

“Persona frágil y delicada, amable y encantadora…, pero igual inteligente; y sabe conseguir lo que quiere”. Fue, entre varias, la definición que elegí sobre el significado de Leidy, nombre que ya traía en mente Ana Margarita cuando acudió de rigor al Registro Civil de La Palma, casi 30 años atrás, para inscribir a la primera de sus dos hijos, protagonista de una historia de andares notables que hoy les voy a contar.

Quizás a la descripción de enciclopedia habría que añadir el enigma que se entrevé al fondo de sus ojos achinados, y el visible aire juguetón que llevan de la mano quienes transitan por la vida sin dar opción a que se la agrien; ese que percibo en cuanto se me acerca calle arriba empujando la carriola como adolescente citadina, dispuesta siempre a sortear con hidalguía y testarudez la nueva Rampa ahuecada. Y es que, en el entorno pueblerino que ha preferido para criar derechos y saludables a sus niños, aún conserva la joven madre mucho de lo ostensiblemente habanero en el modo en que encara el devenir.

Era yo fotógrafo de moda. Recuerdo el día en que la mamá se me apareció en el improvisado estudio para fotos de ocasión. Hablamos de presentes y futuros de la chica bonita y con apariencia elástica que sonreía, tímida, mientras posaba para mí. Exprimiendo la memoria, calculo que por ese entonces debía de estar cursando estudios elementales de ballet.

Al paso del tiempo descubrí que su presencia etérea se me hacía recurrente en las calles del pueblo, y un día supe, al indagar, que la chica de marras había logrado desarraigar de su entorno al marido, haciendo que se despegara la familia en pleno del barullo y los infinitos riesgos que en sus entrañas de urbe millonaria genera a raudales la capital.

DE SAN ANDRÉS A PINAR

Vayamos atrás. A la época no tan remota en que apenas fuera Leidy Marlen Crespo Castillo una de aquellas chiquillas que destacaba por su estatura entre los inquietos pioneros que, en la “Camilo Cienfuegos”, desfilaban frente a los ojos atentos y entrenados de Sarita, la legendaria directora que todavía me honra con su amistad. De esa etapa en el natal San Andrés, en la cual la vista previsora de un instructor detectó sus notorias aptitudes para la danza, nos precisa la entrevistada:

“Allí el difunto Andresito me escogió, me entrenó, y a la vez fue usando el arte que él se daba para despertarme poco a poco el interés, motivo de que a estas alturas amanezca cada día pensando en el ballet. A él le agradezco en donde quiera que esté. Y después, por supuesto, mi gratitud a los profesores de la EVA (escuela vocacional de arte Raúl Sánchez), en donde permanecí por espacio de cinco años. Ellos también se esforzaron en pulir con empeño el don natural”.

A tal punto lo conseguirían, que Leidy bien pronto probaría suerte en concursos nacionales e internacionales, con sede en La Habana, destinados a promover talentos. “A mi debut asistí con la profesora Mercedes Quintana, y, en lo que ellos llamaban audición, esa vez no aprobé. Te confieso que me puse tan nerviosa que ni ahora lo puedo describir; eso influyó. Sin embargo, seguí recibiendo clases, interactuando con muchachos de otras provincias y extranjeros. Aprendí muchísimo en esa oportunidad”.

El periodo de la EVA concluyó en noveno grado. Como recompensa a la entrega, sería una de las seis pinareñas presentadas ante el jurado para su promoción a la Escuela Nacional de Ballet. Aprobó, y, desde ese momento, el edificio en Prado dio cobija a una guajirita nacida entre los mogotes de Los Órganos, en un paraje tan bello como la arquitectura que distingue a la sede de la afamada institución.

EL PORVENIR PINTABA FELIZ

En el interior del afamado recinto tuvo claro ella desde el principio que el único fin posible, consecuente con el desvelo y el sacrificio de que hacía gala, tendría que ser la pertenencia al Ballet Nacional de Cuba. Estar bajo la égida de la inmortal Alicia Alonso dejaría de ser un sueño entre almohadas; una quimera acariciada en los despertares tras un día previo agotador. Y así ocurrió, al filo de cumplir 19.

“El examen lo hicimos 21, y solo lo vencimos seis. Fíjate qué rigor. De ahí cumplimos con el servicio social como parte del cuerpo de baile del BNC. No me olvido de aquellas sesiones de ensayo realmente agotadoras, con la Maestra sentada frente a nosotros, corrigiendo cada detalle. A pesar de su extrema exigencia, al cabo del tiempo me siento orgullosa y consciente del lujo que representa haber compartido tantas y tantas horas al lado de una de las joyas del ballet universal”.

Luego de haber interpretado obras clásicas del repertorio, escoltando durante dos años a primerísimas figuras como Viengsay Valdés (actual directora) y de haberse subido junto a ellas en prestigiosos escenarios del mundo, para Leidy empezarían a soplar nuevos aires. El interés en manifestaciones afines a la danza contemporánea y el baile en general, en franca comunión con la incertidumbre sobre el ascenso en el BNC, motivó que en su horizonte artístico prevaleciera el deseo de emprender otra ruta, tal vez más gratificante y a tono con los intereses propios de la juventud. Roclan la deslumbraba.

“Pensé que la mejor opción vendría siendo el Ballet de la Televisión. Un buen día pedí la baja, y en nada ellos me aceptaron. Qué decir: que Cristy Domínguez es una de las personas más joviales y agradables que conozco. Roclan trabaja como coreógrafo allí y uno de sus principales proyectos es Revolution. Imagínate qué alegre me puse el día que me reclutó. Al paso del tiempo, él concibió para mí algo en específico, en coordinación con un artista australiano, más clásico: lo llamaron Balletronic, y, de cierta manera, habría enrumbado mi vida, pero…”, y mueve la cabeza, de modo pendular, cómica.

La realización de la idea podría haber generado entre otros, no favorecidos por la providencia, un mar de incomprensiones; en resumen: la omnipresente condición humana de que hablara la escritora alemana Hannah Arendt. Esta circunstancia, en estrecho vínculo con necesidades y expectativas personales, provocó que la palmera emprendiera sin complejos el no siempre bien visto retorno a la semilla.

LA DESCUBIERTA PASIÓN POR ENSEÑAR

Primeros pasos de quienes pudieran llegar a ser reconocidas bailarinas.

Al poco de enterarme del regreso, de verla recorrer con prisa graciosa las calles de nuestro pueblo en compañía de los retoños (o de William, el esposo habanero devenido palmero a ultranza), germinó la idea de este reportaje, que por razones inherentes al enigmático acto de la creación ha permanecido inconcluso hasta hoy. Por fortuna, no hay mal que por bien no venga, como asegura el refrán.

En el caso que nos ocupa, la ganancia con el atraso en la escritura está dado en el hecho cierto de que me ha permitido redirigir la última mirada del texto a un asunto que me parece medular: el rol como formadora de talentos al que le pone cuerpo, mente y muy grande corazón la bailarina. Aunque resulte exagerado hablar de 24×24, embebida ella en tan febril tarea, me atrevería a recomendarle en onda de admirador y amigo una prudente dosis de sana contención.

Apenas prudente, le reitero, porque convencido estoy de que, gracias a su entrega sin límites, antes de que se escuche rebotar en el mogote Palmé el célebre cantío del gallo, cuando se hable de La Palma en términos de Cultura habrá ya que encomiar no solo la nómina y calidad de sus escritores y artistas plásticos, sino el aflore de una pléyade de bailarines con anhelos y técnicas para triunfar. Desbrozarle a Leidy el camino, limpiar de malezas los contenes en aras del bien común, seguramente empujará su flamante afición. Que así sea; ¿no cree usted?

Salir de la versión móvil