El 25 de abril de 1905, en horas de la noche, el general Máximo Gómez, acompañado de su esposa Bernarda, Manana, y sus hijas Margarita y Clemencia, llegó a la ciudad de Santiago de Cuba. La razón expuesta para tan intempestivo viaje era visitar a su hijo Máximo. Un contemporáneo, Rafael Martínez Ortiz, consideraba, en cambio, que el verdadero motivo que lo animaba era destruir toda la influencia ejercida por las fuertes presiones ejercidas en esa región por el gabinete reeleccionista del presidente Tomás Estrada Palma, afiliado al recién fundando Partido Moderado.
El Generalísimo no entendía la fusión de “Tomasito” con los “hombres de situaciones muertas”; los adversarios de la independencia de Cuba: “Si no son afines, si piensan y sienten de distinto modo los elementos que lo componen ¿Será posible que el resultado de esa unión sea provechoso? Tan extraño consorcio puede encontrarse bien avenido, o es que todos nos estamos engañando”.[1]
Los vínculos de Gómez con el Partido Liberal Nacional de Alfredo Zayas se estrecharon mucho más frente a las maniobras de Estrada Palma, lo cual motivó un movimiento favorable en torno a la membresía de esa institución. El 12 de diciembre de 1904, Enrique Villuendas, uno de los más destacados dirigentes del liberalismo, le hacía saber al jefe mambí el incremento sustancial de la membresía del partido: «hoy acabo de darle al presidente del Comité del Partido Nacional, lista de 58 individuos. Al preguntarle a qué se debía esa determinación, todos contestaron: ‘a que nuestro General en jefe milita en este partido y nosotros vamos con alma, vida y corazón siempre con él’.[2]
El mismo día en que Gómez salió hacia Santiago, se produjo un hecho importante en el reordenamiento partidista. El general José Miguel Gómez, luego de separarse del triunvirato Domingo Méndez Capote/Ricardo Dolz/Carlos Párraga, integrantes del liderazgo del Partido Republicano Conservador, se unió a la agrupación de Zayas, creándose el Partido Liberal. De inicio, los liberales contaban con el voto favorable del Generalísimo.
El testimonio de la primogénita de la familia Gómez Toro validaba el juicio de Martínez Ortiz. Desde su llegada a Santiago apenas pudo compartir con la familia: “… no hubo modo de que Papá pudiera llegar a nosotros hasta las 12 de la noche, pues siguió con sus aliados los del Partido Liberal”.[3] Los trabajos consistían en deshacer las campañas de los estradistas, y, a la vez, promover la candidatura del general Emilio Núñez Rodríguez, a cargo del Departamento de Expediciones de la Delegación Plenipotenciaria durante la Guerra del 95.
El 1 de mayo, día del cumpleaños de Clemencia, llegó contento, “nos contó todos sus triunfos por el Partido Liberal”, pero no quiso cenar, “se sentía estropeado y mal”. A las 12 de la noche, Manana, alarmada, comprobó que el esposo presentaba un cuadro febril preocupante, acompañado de cierta molestia en su mano derecha. El Dr. Henríquez y Carvajal le diagnóstico “fiebre de cansancio”. En cuanto al dolor en su diestra, consideró, y es el testimonio que quedó para la posteridad, que se debía al hecho de “estrechar tanta mano” en la urbe santiaguera.
En los días siguientes la inflamación se incrementó a pesar de las compresas de agua boricada caliente que le fueron aplicadas. El médico decidió proceder a una incisión; los doctores Dellundé y Grillo, lo acompañaron. La operación fue un éxito, iniciándose el proceso de curación
El 17 de mayo, se incorporó al cuerpo médico el cirujano Pereda, encargado por el Partido Liberal de asistir al veterano. El cuadro clínico del General se complicó con la exacerbación de su padecimiento habitual, el asma. En opinión del especialista debía profundizarse la incisión en la mano, pues consideraba que el General sufría una infección que minaba todo su organismo. Tras la segunda operación, se convocó a un “consejo de familia”. Había que cursarle urgente un telegrama al Dr. Yacobsen, médico de Gómez en La Habana, para decidir si convenía el traslado del enfermo a la capital. Así se hizo: “El General grave, conviene venga Yacobsen”.
Aprovechando las breves horas de mejoría, se decidió el pronto traslado. Su hijo Urbano se adelantó para buscar alguna casa con las condiciones requeridas para el padre. Finalmente, encontró la indicada; una casona amplia y ventilada ubicada en el Vedado. El 7 de junio salieron de Santiago de Cuba. Itinerario angustioso. La infección le había afectado el hígado: “Aquel viaje fue atroz. Se iba parando por el camino cuando pasaba aquellos descensos tan horribles”.
Llegaron a La Habana en horas del mediodía; “en silla lo bajamos del tren al coche y vestido de pantalón oscuro, saco blanco y su gorrita blanca, saludaba con ella a los amigos”.
El 13 de junio, un halo de esperanza invadió a la familia. Ese día, el viejo estratega se preparó para recibir a Andresito, procedente de Estados Unidos. “Iluminado por el amor de Padre”, quiso que lo sentaran en un sillón para esperar al hijo. Al día siguiente, sin embargo, su estado empeoró precipitadamente; los pies y la cara inflamados y el hígado en estado muy delicado. No volvió a levantarse de la cama. La junta médica convocada para su atención reunió a un personal de excelencia. Los pronósticos para nada fueron halagüeños.
En la madrugada del 17 de junio experimentó cierta mejoría. En la mañana empezaron a llegar a la casa amigos, antiguos oficiales y soldados de su Ejército Libertador, hombres de la política, entre ellos el presidente Estrada Palma. Los últimos minutos en la vida del Generalísimo los relató Clemencia en carta a su amigo Leopoldo Domenech:
Eran las seis más cinco, y ya se entraban los amigos en la alcoba; todos rodeábamos el lecho adorado; Urbano le daba la leche, él no creía que Papá estaba próximo al último suspiro; yo sujetaba la copa; “Otra cucharadita Papá” decía Urbano (…) “No más…” dijo Papá y se viró como el que se va a morir, y mientras yo puse la copa en la mesa, oí un suspiro”.
Entre las oraciones de la familia, el médico Pereda, luego de tomarle el pulso, exclamó: “¡Ha muerto el General Gómez!”.
Tras el dramatismo de la narración de los últimos días del General, aflora un hecho innegable. Murió el Generalísimo inmerso en asuntos delicadísimo en la vida de cualquier país: los comicios generales, en el caso de Cuba, signados por fuertes tensiones políticas en el alborear republicano: ¿complejo de extranjero? Con esta tesis se ha pretendido explicar (en ocasiones, justificar) la presunta “pasividad” del general dominicano-cubano tras la firma del Tratado de París el 10 de diciembre de 1898. El testimonio de Clemencia es apenas parte de una historia de compromiso y activismo político del padre. El procesamiento de centenares de documentos del estratega, la mayoría todavía inéditos, permite repensar, desde un enfoque histórico, el papel desempeñado, por quien fuera el General en Jefe del Ejército Libertador, durante la ocupación militar de Estados Unidos y el decurso de los primeros años republicanos. El propio Gómez, en palabras “A los cubanos”, aseveró que había leído, “con gusto”, la opinión difundida por un periodista, “sin saber que interpretaba mi pensamiento”. Decía el reportero que, durante y después de la guerra, aquel maestro de la estrategia militar jamás abandonó a los cubanos. El pueblo de Cuba, según el estratega, podía estar seguro de ese acierto: “el General Máximo Gómez siempre está en la manigua».[4]
[1] Máximo Gómez: Carta a Manuel Sanguily, 11 de diciembre de 1904, en ANC.: Fondo Máximo Gómez, Legajo 29, no. 3789.
[2] Enrique Villuendas: Carta a Máximo Gómez, Aguacate, 12 de diciembre de 1904, en ANC.: Fondo Máximo Gómez, Legajo26, no. 3319.
[3] Los hechos aquí narrados son extraídos de una carta poco conocida de María Clemencia Gómez Toro a Leopoldo Domenech, fechada en La Habana, el 20 de septiembre de 1905, en Emilio Cordero Michel (comp.): Máximo Gómez. A cien años de su fallecimiento, Archivo General de la Nación, República Dominicana, 2005
[4] Máximo Gómez: “A los cubanos”, en La Lucha, La Habana, 3 de diciembre de 1904. Tomado de Emilio Roig de Leuchsenring: Ideario Cubano II. Máximo Gómez, Cuadernos de Historia Habanera, no. 7, Admón. del Alcalde Dr. Antonio Beruff Mendieta, 1936, pp. 169.