En las cálidas tierras de Baní, República Dominicana, nació un 18 de noviembre de 1836 el hombre que habría de marcar la historia de Cuba con letras de fuego y acero: Máximo Gómez Báez.
Su nombre, de resonancia heroica, evoca la estampa de un hombre firme, un líder sin concesiones y, sobre todo, un incansable luchador por la libertad de un pueblo que no era suyo por nacimiento, pero que lo sería de corazón hasta el último de sus días.
Fue en esta tierra, rodeado de un pueblo que clamaba por justicia, donde su espíritu se despertó y, con la fuerza de un volcán, se inclinó hacia el lado de la causa libertadora.
Durante la Guerra de los Diez Años, Gómez demostró su valentía y capacidad como estratega. No era un hombre cualquiera, su mente era un compendio de tácticas y su mirada una visión afilada que discernía con claridad los movimientos del enemigo. La famosa “carga al machete” se convirtió en su marca distintiva, una estrategia que no solo atemorizaba a los soldados españoles, sino que también encendía la moral de sus propios hombres.
Cada vez que Gómez ordenaba una carga, el machete se convertía en una extensión del brazo cubano, un símbolo de resistencia y ferocidad en combate. La selva cubana retumbaba con los ecos de su grito de guerra, y los hombres que lo seguían se convertían en un vendaval imparable, arrollando con valentía todo obstáculo en su camino hacia la libertad.
Pero, como suele suceder en la historia de las luchas más justas, la Guerra de los Diez Años no terminó con la independencia de Cuba. Gómez, pese a sus victorias en el campo de batalla, tuvo que hacer frente al dolor de una causa truncada, a la traición de ciertos aliados y a la adversidad de un enemigo que no se rendía. Sin embargo, el Generalísimo nunca perdió la fe en que la libertad estaba al alcance de la mano. Y, con ese mismo espíritu inquebrantable, cuando el llamado a las armas resonó nuevamente en 1895, se unió a la guerra de independencia, llevando con él toda la experiencia, la fiereza y la dignidad acumuladas en sus años de lucha.
En esta nueva contienda, Gómez se encontró con un joven que habría de ser su amigo y aliado: José Martí. La conexión entre ellos fue inmediata. Martí, el Apóstol, con su poesía y su verbo encendido, veía en Gómez al hombre de acción necesario para hacer realidad sus ideales. Juntos, aunque por un breve lapso, tejieron los hilos de un sueño común: un país libre de toda dominación. Y aunque Martí encontró la muerte en combate, el Generalísimo tomó su bandera y, con la tenacidad de un roble, continuó la lucha hasta llevar a Cuba cada vez más cerca de su independencia.
Máximo Gómez era, sin duda, una figura compleja. Implacable en el campo de batalla, era también un hombre de profunda ética y honor. Rechazó privilegios, aborreció las prebendas y jamás buscó el poder para su propio beneficio. Su único objetivo era ver a Cuba libre, y su amor por la Isla fue tal, que al finalizar la guerra rehusó todo cargo político o militar en el nuevo gobierno. En su retiro, vivió modestamente, fiel a sus principios hasta el final de sus días.
Al recordar a Gómez en su aniversario de nacimiento, no solo evocamos al estratega y al guerrero, también al hombre que hizo de esta tierra su patria adoptiva, y que dedicó cada aliento de su vida a la causa de la libertad. Su legado es un recordatorio eterno de que el amor